domingo, octubre 28, 2007

EL INSPECTOR FLORO Y EL LORO

El Inspector Floro arrastraba una pierna. A pesar del incómodo dolor que sufría, había renunciado a tomar un solo día de asueto. La noche anterior, en una discoteca, un chulo le pinchó en la pierna, a traspiés y de mala manera. El Inspector, un tipo duro, no era la primera vez que recibía un regalo así. Y lo cierto era que hoy, llevaba siete puntos de sutura en la cara interna del muslo izquierdo.
Se lo había pedido a su Comisario – “ deme usted., alguna gestión, algo para matar el tiempo”. El comisario no lo dudó. Conocía de sobras al Inspector y tenía además, la posibilidad de satisfacer a Floro; Florito para todos sus compañeros de la Comisaría.
---Que venga García, llamó el comisario desde la puerta entreabierta de su despacho.
---¡ A sus órdenes ¡ dijo casi inmediatamente García, sin dar tiempo a que volviera a su asiento el comisario, a su incómodo sillón de madera.
---Una cosa, García, ¿ cómo lleva usted el asunto de la denuncia del robo del loro ?
---Lo tengo localizado,-respondió- Lo “afanó “ un gitano del barrio del “Tubo”, y voy a ir a por el hoy mismo.
---Bien, bien, García, bien, siguió el comisario. Tome un coche camuflado y que le acompañe Floro.
---De acuerdo, asintieron los dos inspectores. ¿ Manda usted alguna cosa más?
---Nada más muchacho, que haya mucha suerte. Le llamaba muchacho siempre por que García, a pesar de ser relativamente joven, comenzaba a sentirse algo viejo.
Después de que el herido se sentara, con todo tipo de precauciones, sobre el asiento del acompañante del conductor para evitar el tirón de la herida, García condujo el vehículo camuflado durante un buen trecho. Al enfilar el coche la calle principal y única la cual rodeaba circularmente el poblado del Tubo, los gitanillos que pululaban por los alrededores, ante le inesperada llegada de los inspectores, desaparecieron como las ratas en sus agujeros.
Sentados al sol y a la sombra, los gitanos viejos, ni se movieron. Pero, la Pepa, la hija de la Flaca, arrancó a correr con su hijo en brazos, mientras llamaba al Bolo, su marido a quien trincaba la policía cada día por la noche, y lo soltaba por la mañana.
El Bolo estaba durmiendo. A su mujer, a la Pepa, se le atragantó el trozo de chorizo, que su marido había “afanao” la noche anterior en el Mercado Central. -Cuando la Pepa entendió que el coche de la policía pasaba de largo, comenzó a cantar en un tono aflamencado - no sirve de ná, no sirve de ná,- -Por lo visto era la contraseña. Pero, el Bolo, ya había desaparecido, para perderse entre un campo de lechugas, que a ratos, a pocos ratos, cultivaba en el campo situado tras la baja tapia de su casa.
Muy cerca de la barraca del Bolo, los hijos de la Sarmiento, hinchaban de perrerías a un cachorro bastardo. Al mismo tiempo, la mujer del “Güasa” seguía amamantando a su hija de corta edad, en la mitad de la curva, sonriendo y mostrando su generosa y morena cabellera.
El coche de la policía seguía traqueteando entre los charcos de agua. Mientras avanzaba, la voz de alarma generalizada ponía en pie de guerra a todo el poblado. Detrás de las tapias ronroneaban algunos motores, propiedad de algunos gitanos de los trastos viejos allí aparcados y de otros que iniciaban la huida por la súbita presencia de los dos agentes.
El “manitas”, cruzó con su burro por delante del coche, un cuadrúpedo empeñado en mostrar sus corvejones. Otros, atrincherados en las chabolas, cerraron puertas y ventanas. Cristales y cartones cayeron con estrépito sobre el suelo, para terminar encastándose en el espeso barro. Poco más tarde, el silencio y una extraña quietud se adueñaron de todas las casas del Tubo, con la preñez desolada que se hace presente después de una pretendida batalla. El humo de las chimeneas recordaba lo que podía haber sido el testimonio de los últimos imaginados cañonazos.
Pero los policías siguieron adelante, hasta completar el amplio círculo que rodeaba el extraño paisaje. A poco, se detuvieron ante la chabola del “Santi”. Al Santi, que fue legionario en su juventud, entre otras cosas, le apodaban así por que no usaba navaja y cuando se liaba alguna gorda, soltaba unos sopapos de no te menees., de manera que si alguien tenia la ocasión o la desgracia, de recibir un toque, quedaba “santiguao” ; por esa razón le llamaban así.
Este, el Santi, hacía dos días que se había “traío” un loro pa casa. Pasó con su destartalado Renault por debajo de la jaula colgada de una fachada y así cruzando, en un segundo, la descolgó; “ pa que le de compaña al “churumbel “, --explicó - algo más tarde. El dueño del loro hablador, el cual había pagado ciento ochenta euros por el pajarraco, cursó la denuncia inmediatamente. El sobrino del Santi que le acompañó ese mismo día, observando al hombre correr tras del coche, le había gritado; ¡corre Santi ¡ ¡corre¡...Y eso mismo oyó repetir por el mismo loro ¡corre Santi!. Este, antiguo conocido de la policía, fue descubierto y localizado de inmediato.
Golpearon los funcionarios de la Ley, la puerta roñosa de la chabola, repetidamente, pero si quieres...aquello estaba más silencioso que un cementerio, obligando al agente García a insistir en su determinado intento.
---Santi, Santi - vamos hombre - abre la puerta. Se hizo el silencio, y de repente ese silencio fue roto desde dentro por la voz del loro; ¡abre la puerta Santi!-dijo-El gitano, que no tenía un pelo de tonto, se asomó tras la puerta. – A ver Santi, dijo García ¿ ha comido ya el loro ?- Si señor García,- respondió sonriendo una voz grave – l´habemos dao unas pocas de pipas-
A García, se le escapó una ruidosa carcajada. Luego, el gitano con un gesto muy digno, que intentaba minimizar la responsabilidad de su robo, descolgó la jaula de la pared. El churumbel del Santi comenzó a llorar mientras decía “titi” “titi, al señalar al loro.
Al sufrido inspector Floro, le seguía doliendo la pierna, así que, luego de una corta amonestación al gitano, regresaron a la comisaría portando el loro. Salían del poblado cuando, el “Manitas” con su burro, pegando saltos,se cruzó de nuevo con el automóvil. A García no le quedó más remedio que dar el gran frenazo de su vida, en tanto que Floro, ahogó un grito de dolor, al mismo tiempo que su compañero García, le sujetaba la pierna.
---¡ Coño ¡ García ¡ no aprietes, exclamó Floro en un intento por evitar la presión de la mano sobre su dolorida pierna. Seguidamente, envueltos en un pesado silencio, continuaron la marcha hasta detenerse en frente de la Comisaría. García, rodeó el vehículo por delante y se acercó solícito al lado del compañero para ayudar a incorporarle. Una vez, no sin dificultad, incorporado, García desde la misma puerta, tiró con fuerza de la jaula situada en el asiento posterior, la cual rebotó entre el respaldo del asiento delantero y el techo, para quedar atascada.
¡ Coño García ¡, no aprietes, le gritó el loro.

robertboresluís@hotmail.com
PdA –10-1994

CESTA COLGADA, CESTA DESCOLGADA.

Lo habían pensado. Lo habían pensado y bien pensado. Cuando cruce el puente - habló el más grande – el cabecilla de los chicos, cuando arree el caballo para superar la cuesta, nosotros salimos del lado de la acequia y nos hacemos con la cesta de la merienda que va colgada en el adral.
Llevaban días y más días, observando al pobre caballo, en su agotador intento por escalar la empinada cuesta, con el carro cargado con demasiados sacos de cemento. Con su resoplar agitado, el color blanquecino del sudor de la bestia, moteando las capas de su pelo castaño, resbalando por debajo de sus negras crines, hasta anegar todo el pelo de su poderoso pecho.
La cesta de mimbre rebotaba sobre las tablas, arriba del carro, prendida en el perno, incitando a los chicos a apoderarse de ella. Y no solamente por el hambre, o por adueñarse de algo que sabían que no les pertenecía, bien que se regocijaban al pensar en la cara de sorpresa y fastidio del carretero, al descubrir la ausencia de la cesta de la merienda, luego de su trabajo diario.
--- ¿Y si nos descubre ?- preguntó- el llamado por todos, el Bizco, que no lo era.
--- No puede vernos- replicó el grandote- va delante de la cabeza del caballo, por el lado derecho, y nosotros saldremos de la acequia por el lado izquierdo. Además, -siguió diciendo- no detendrá el carro por nada del mundo, por que cargado como va , arrastraría al caballo y lo haría rodar cuesta abajo.
--- ¡Vale ¡ corearon los muchachos, críos incluidos, en un divertido clamor que auguraba un rotundo éxito.
Cuando el carro cruzó ante ellos, luego de atravesar el punte chapotearon como patos en el agua y remojaron al Bizco tanto como no fue capaz de evitar, antes de que abandonara la acequia al otro extremo, callado y lloroso. El resto de los compañeros, seguía riendo al mismo tiempo de escurrir sus empapadas camisetas.
La tarde siguiente a la misma hora, la algarabía del grupo se oyó de nuevo, entretenido en resbalar sobre la hierba hasta mojar sus pies dentro de la rumorosa franja del agua. ¡ Arre ¡ ¡ Arre ¡- resonó a lo lejos la voz del carretero al acercarse al puente. ¡ Arre!- les llegó el grito apremiante – desde la lejanía .
---¡ Ya llega ¡ ¡ Ya viene ¡ gritaron. ¡ Tras ¡ restalló a la vez el seco trallazo, entre el apagado rechinar de los ejes del pesado carromato, del crujir de la madera y el metálico chasquido de la herraduras del sudoroso percherón. Los chicos rieron nerviosamente, conteniendo la impaciencia, desbordado el miedo de los más pequeños ocultos y anonadados tras las altas figuras de los más grandes.
El estruendo se precipitó junto al incontenible resuello de la bestia, la furia del hombre asido a la rienda del trotón tirando de su cabeza hacia delante, el sonoro chasquido del látigo cual un relámpago a su lado, estrellado contra la piedra del camino. Salieron los muchachos tras el carretón y treparon por detrás hasta alcanzar, por segunda vez esta semana, la tan ansiada cesta colmada de viandas. Seguidamente huyeron en la dirección contraria a la marcha del carrucho, chocando entre ellos confusa y atropelladamente. Uno de los más chicos, inmerso en su temor, rodó por el suelo arrastrado por el ímpetu de los compinches mayores para terminar llorando, siguiendo a los huidos desde lejos. Estos, se apostaron a la vera del río, semiocultos por hierbas, pajas, y chumberas. Satisfechos por la liviana impunidad de la, para ellos, gloriosa ratería. Comieron y bebieron el negro vino de la botella, como bellacos, hasta vaciarla.
En su etílica euforia, vagaron toda la tarde por los viñedos más cercanos, tras lagartijas y pájaros, tris-tras con los tiradores de goma , sobre los peces en el remanso del cercano río, en fallidos intentos de imposible diana. Hasta olvidarse del hurto, hasta la tarde de mañana.
¡ Arre ¡ ¡ Ya llega ¡. El estruendo del carro, los crujidos por la pesante carga, como un anuncio de desmoronamiento total inevitable que no llega a producirse y el temor de los pequeños, les envolvió a todos en una densa y conocida atmósfera. Los grandes treparon sobre la trasera del batiente carro y descolgaron la cesta, la tercera, para salir por el puente alocadamente, en una carrera violenta que obligó a los pequeños a un jadeo agotador hasta llegar al río.
Reunidos de nuevo alrededor del anhelado trofeo, como siempre ocultos entre hojas y pajas, el grandote, rebuscó ansiosamente entre los mimbres del cesto. La botella del vino, las manzanas, el queso y el pan. Y el blando y todavía caliente envoltorio de aluminio.
¡ Musaca ¡ ¡ Qué buena ¡, exclamó el más grande, imaginando la carne jugosa envuelta dentro del papel de aluminio, con la crujiente y tostada oblea. El cabecilla de los críos, desenvolvió lentamente las hojas de papel de pliegues herméticos.
Una inesperada fetidez pegajosa se extendió a su alrededor, como una náusea que impregnó de inmediato el aire como sus propias ropas. El fétido olor se les metió a los chicos, en la nariz, inesperadamente. Un reguero de lamentaciones llegó hasta la misma orilla del río; algunos de los pequeños vomitaron.

Robertboresluís@hotmail.com
PdeA 10-l994

domingo, octubre 21, 2007

UNA SOGA PARA UN AVARO

El viejo propietario del espartizal, trenzaba largas sogas con su rudimentario husillo. Su joven ayudante volteaba a modo de aspa, dos brazos de caña los cuales giraban sobre una estaca vertical clavada en la tierra, en donde terminaba por enrolarse la cuerda trenzada.
El anciano, con hábil movimiento de ambos brazos, montaba los cabos uno sobre el otro, anudándolos hasta formar una larga cuerda recia y resistente. Como cada mañana, los garimpeiros, formando colas interminables, aguardaban su turno para comprar las sogas que el espartero confeccionaba.
Los buscadores de oro, cubiertos de una gruesa costra de barro adherida a lo largo de su maltrecho cuerpo, tiritaban bajo la densa niebla matutina, una bruma pegajosa y fría.
Mucho más abajo, en el fondo de la sima, sus compañeros esperaban pacientemente el descuelgue de las lianas, que habrían de izar los cubos de pesado légamo hasta la última cota, en tanto los hombres inmersos en el lodo levantaban las escaleras para emerger a la superficie. Cerca del manantial, otros hombres cubiertos de agua hasta la cintura, como estatuas de barro que se desleían sobre la superficie, filtraban el espeso limo depositado sobre los grandes y redondeados areles.
Los garimpeiros estacionados ante la cueva del espartero, anudaban las cuerdas compradas a las del día anterior, para conseguir la máxima longitud y consistencia. Pero, cada día que pasaba, el avaro espartero, aumentaba el precio de sus cuerdas.
Sobre el lodoso y resbaladizo talud de la horadada sima, una miríada de hombres semidesnudos, arrastraban su piel enmohecida, peldaño tras peldaño, en una agotadora ascensión interminable. En la Babel de barro, los más viejos, se asemejaban a estatuas de oscuro ocre .El limo, desprendido de sus cuerpos cansados, al tiempo de desdibujar su perfil, les hacía aparecer como muñecos rotos.
La enfermedad diezmaba aquel confundido ejercito en un ajetreado hormiguero en su intento por escapar del mismísimo fondo de la tierra, pero a medida que los días transcurrieron, el espartero vendía menos cuerda, lo cual no le impidió seguir aumentando el precio del metro día a día. Cada noche, escondido en la oscuridad de su cueva, lanzaba sus monedas dentro de un saco. El tintineo de las piezas, al chocar con otras monedas, le hacían sentir la complacencia de su inmensa ambición. Rico, rico, muy rico, se repetía sumido en un perverso éxtasis. Mañana, aumentaré el precio de nuevo, se repetía.
Año tras año, siguió oyendo el sugestivo tintineo de las monedas . Entretanto, los buscadores de oro, apenas ganaban para costear las sogas de esparto. Muchos de ellos, terminaron por abandonar la hoya, otros hubieron de ceder ante la enfermedad, los más empezaron a carecer de las cuerdas necesarias para realizar su agotador trabajo.
El avaro vendía menos cuerdas. Las miles de lianas que, como densa telaraña pendían sobre la sima, se reducían cada día que pasaba, hasta que, sobre la montaña, pendían al final del tiempo tres cortas y solitarias cuerdas.
En el fondo infinito, rebozado en el limo, el último garimpeiro, le pidió una larga cuerda al espartero. Ante esta demanda, el avaro, le gritó el carísimo precio de su larguísima y única cuerda. El buscador de oro, que por la larga distancia que les separaba no le oía, le hizo una señal para que se acercara más al borde de la sima. Los otros buscadores cercanos al manantial, contemplaban sorprendidos la escena del regate del precio de la larga soga.
Se aproximó el avaro, hacia delante, más hacia delante, sobre la orilla, mientas sostenía la cuerda pesadamente liada sobre su espalda. Inesperadamente, el barro cedió bajos sus pies, rebotó de lado, se escurrió por la húmeda vertiente hasta el manantial y se desplomó sobre la turbulenta hoya.
Oro para qué, dinero para qué, cuerdas para qué, pensaron los garimpeiros, mientras observaban la caída del avaro.
En una ola incontenible, el remolino le arrastró, mientras vociferaba: ¡ Una cuerda ¡ ¡ echadme una cuerda ¡ ¡ socorro ¡ ¡ ayuda ¡ ‘ una cuerda ¡ Siguió gritando...
Los garimpeiros, de pié sobre la orilla del manantial, no pudieron ayudarle; ninguno de ellos disponía de una sola cuerda.

Robertboresluís@hotmail .com
P.de A. 10-10-1994

FABULACIÓN DEL FUEGO O LA VERDAD DE UN CUENTO

Mientras la noche escondía la fruición del deseo, el dormitar del insomnio, la sorpresa y el susto, la muerte escurridiza hermanada con el azar, como un negro presagio el aullido resonó en todo el bosque. Sonó como un tembloroso rumor desconocido, tan extraño como agobiante.
---.Será el lobo, -dijo el conejo- asustado.
--- El lobo no, -sentenció tajante el jabalí,- que le conocía bien,
----Es un ulular más intenso, lejano, pero mucho más largo, inacabable- afirmó el zorro- ; no es el lobo.
---Dejaros de cháchara – terció la tortuga, cansada de buscar agua- lo que hace es calor ¡ mucho calor!.
---Ese aullido es el viento de la tormenta de verano al rozar entre los riscos de la montaña – habló el altivo ciervo-.
---No, no es sólo el viento- aventuró el silencioso lince de mirada penetrante.
Y la noche, junto a la frialdad del alma muda de la bestia, siguió reinando sobre resplandor y penumbra, halo y destello, silencio y ruido, sobre conciencia e inconsciencia; entre el golpe y el eco sorpresivo.
Al amanecer, la ardilla, encogida por el desconocido e inesperado rumor, agitó nerviosa los largos caireles de sus puntiagudas orejas. A su lado, el oto, el viejo sabio que lo entendía todo, con un movimiento pendular de su estremecido cuerpo, movió los párpados de sus ojos imperturbables – no sé, no sé, susurró dubitativo...
Luego de contemplar el inusual gesto del búho, el zorro, la ardilla, y la tortuga, no consiguieron reprimir su creciente inquietud :
---Que hable, pidió la liebre.
---Que nos diga qué pasa – apoyó el rechoncho tejón.-
Después de retornar el silencio, el croar tembloroso de la rana les envolvió a todos, perdidos en la incertidumbre que acrecienta su temor, un temor cuya causa intuye el viejo búho ; es .-dijo.- como si el día rebotara en una amalgama de horas luminosas, sin claros ni transparencias. Una explosión de aire caliente, fuliginoso y pesante. ¡ El fuego ¡ retronó en su cerebro.
Pero la noche, a pesar de la luna que luce extrañamente blanca, es una rara noche de luminosidad rojiza , de una desconocida serenidad sin calma.
Cuando la perdiz y la paloma tiemblan en el nidal, protegidas entre el rastrojo, hasta hacía muy poco cimbreante espiga, la noche, el manto que sosiega la impaciencia, propicia la suerte, aumenta o sacia el apetito salvaje, rabioso y desbordado, borra de la enramada el aleteo sorpresivo, para extender de nuevo, un silencio tan duro como sonoro.
Arriba, en el roquedo, en el observatorio natural del hermano lobo, el mismo lobo, emula aquel aullido penetrante huido desde abajo, que huye escapado de la niebla.
---No es uno de los nuestros – les dijo a los otros lobos – observadores displicentes, esfinges impasibles, que siguen escuchando con la atenta frialdad de los más fuertes.. Ninguno de ellos se movió, ni preguntaron nada, ni Lobato, el jefe, consideró oportuno decir más. El lo intuyó, igual que el viejo autillo que mora en la densa espesura allende el bosque. Esperar, esperar, pensó, hasta que todos, acuciados por la desesperanza, comiencen a trepar.
Y así, la noche, la matemática negrura de las horas, paseará su sobra inviolable sobre penacho y tronco, charca y río, surco y besana, sobre la nava y la muga, barranco y llano. Sin prisas deseadas, su aura apacible, vestida de sosiego, palpará con los largos dedos de su blanca mano, la sombra sobre sombras de los cuerpos, las cosas y la nada.
No cazará esta noche la jineta, Ni hozará el jabalí en el légamo oloroso. Ni el raposo posará su paso afelpado sobre la piedra lisa, ni el conejo saltará sobre el mullido y quebradizo tallo de la hierba más fresca. No gazapeará la libre. Más, el lobo, dormitará con su sueño expectante ,tan leve como la misma levedad, sin que altere su sosiego la manada.
Se acabará la noche, la pupila fluorescente de su día, de un mundo intimo, maravilloso y tierno, desarraigado y duro, como la zozobra que anida hoy, en esos seres. El día volverá, si vuelve, que el lentisco abrasado ya estremece los primeros árboles; las llamas comienzan a ser ascuas.
Y así, la noche, rodando entre el segundo, el minuto, y la hora, marcará sin olvidos o demás omisiones, la desconocida historia de los instantes perdidos, ociosos o agrisados, de un viento ocasional y bien aprovechado. Negativo del alma de la bestia, alma sin revelar, que de verdad existe, aunque por su boca, no hable. ¡ qué bien expresan sus ojos cuanto dicen ¡
De noche y de día crepita la madera en un infierno que purifica de toda la ignominia el alma de la bestia, el alma irracional. ¿ El alma irracional ?
De pronto, el aullido del hombre lobo, sirena enloquecida, resuena estridente, penetrante, pero inerte. ¿ Dónde está la conciencia ? La razón ¿ dónde ?
Arriba, más arriba, cada vez más arriba ¿ Hasta dónde ?¿Hasta cuando? se pregunta Lobato.¿Qué clase de animal es este hombre que prende el fuego, para más tarde, aullar enloquecido para apagarlo ?
Llueve ¡ por fin ¡ La justiciera estación del tiempo acrisola la tierra. La lluvia empapa el pelaje del estremecido cuadrúpedo, huérfano de nuevo. Luego, después, más tarde, mucho más tarde, la noche mitigará el horror de lo impensable, la incertidumbre del pavor, la muerte incontestable; como mudo testigo de la solercia del hombre; de la bestia más excelsa.

Robertboresluís@hotmail.com
PdA l994

domingo, octubre 14, 2007

ROSTRO DE PAYASO Y CLIMA DE SOLILOQUIO

La calma caía como una circunstancia extraña. Solamente se oía el silencio. Reposado a la izquierda de la mesa del escritorio, en la segunda balda de la roja librería, hermanado con el propio silencio, su ilusión de centinela refuerza su presencia de frío hermetismo.
No obstante que luce un bombín de color negro de estilo inglés, su cara es blanca, tan blanca como el copo de nieve de la última nevada. Las cejas colmadas de color azul destacan sobre sus blancas conjuntivas y las pupilas negras de mirar sereno, no cesan de lanzar una mirada paciente hacia la lluvia.
El mismo cerco azul aprisiona los rojos labios, igual lo hace la nariz de cereza, en un intento de sonrisa que nunca llegará a risa. Sobre la mejilla derecha aparece solitaria una mancha enrojecida. Sobre su garganta destaca un cuello de camisa de grandes dimensiones, con cuatro cuadros blancos, tres azules y dos rojizos que se desprenden del nudo de lado a lado. Igualmente luce el azul en la solapa aunque, la americana, tiene una tonalidad de zanahoria.
En esta figura se han detenido unos ojos, unos ojos que no cesan de buscar los motivos y razones de una escritura, un intento por llenar el frío papel reposado sobre la mesa. A veces, el papel, puede ser de color blanco, y en otras muchas ocasiones de un azul claro menos hiriente, no obstante que no cesa nunca de seguir hiriendo, en tanto las ideas siguen luchando cuando han decidido nacer.
A la izquierda de la mesa, situados en la segunda balda, relucen los lomos dorados de autores como son: Honorato de Balzac ( Ilusiones perdidas ) Margarite de Valois ( El heptameron ), y Paúl Feval ( Los amores de Paris), entre muchos otros. El payaso, en su intento por defender la cercana intimidad de una pequeña parte de escritores famosos, sigue apareciendo como lo que es: un escéptico payaso estático.
Otro par de ojos, adormecidos en su romántica mirada, proyectan el frío escondido en su intento creador; aquel desconocido afán que ha de llenar la página. Son los ojos del escritor que no cesan de observar el hermetismo hermanado en la contradicción de sus propios secretos, aquellos que no entendió cuando debió haberlo hecho y que, de alguna manera, ahora los comprende..
Hoy comprende que nada más las respuestas tienen sentido. Hoy entiende que sólo las respuestas tienen sentido, no las preguntas, pues al final cada uno, responde a los hechos de su vida. A veces con la fuerza de un titán, desconocido, pero gigante. Otras veces, las repuestas son de enano, diría que de cobarde escondido entre las sombras. El recuerdo impreciso, el rencor subjetivo desfigurado por el paso del tiempo, por un temor indefinido, que sin motivo, o sin razón de ser, retorna.
Una sonrisa de cielo, una sonrisa que, en su momento, no entendimos, que no fuimos capaces de creer en ella, porque no podíamos, porque una era el instante de una negra traición.
Demasiadas veces permanecemos inertes, muy a pesar de disponer de suficiente valor, sabiendo que podemos ganar la batalla, no la entendemos suficientemente digna.
Así se nos carga el alma con los plomos del olvido los cuales no llegarán a fundirse en el momento que la rítmica del sentimiento nos repite “ tu recuerdo, que ya pesa en mi olvido, todavía resuena “. Dentro del corazón, cuando todo se ha quemado, ni la ceniza no es capaz de borrar la prolongación de aquella viva imagen. Horas sin noches, días sin horas tragedia y felicidad unidas en el silencio.
Este payaso escéptico, incapaz de entender por qué razón llora cuando se ríe, no vivirá nunca un nuevo amor aristotélico en lugar de un amor de soberanía platónica.
Nada es bueno o malo, todo es como es; no es lo que esperábamos. Así, también nosotros, vestidos de payasos, despreciamos el límite de los novicios vestidos de divina inocencia. Por miedo al sufrimiento, casi siempre, por miedo a matar a aquel o a aquella, que de otra parte, nos ha querido siempre. Tu recuerdo me pesa en el olvido.

Robertboresluis @hotmail.com
15-09-2005

MONÓLOGO DE UN ARTISTA DE CIRCO

Nueve gatos?. Quieres decir que no son demasiados ?- se preguntaba-. Y qué debía hacer, trabajar con siete u ocho.? Es lo mismo, con el trabajo que me dan, compensan sus actuaciones. Ahora ya los tengo entrenados y lo hacen bastante bien.
Así pensando, mientras intentaba seguir manteniendo los recuerdos en el buzón de su alma, unos recuerdos que de nuevo le arrastraban por los infelices y nunca olvidados caminos de una dura y triste infancia, se decidió a encender la estufa del viejo remolque. ¡ Madre que frío ¡ se iba diciendo, en tanto que rodeado de gatos negros, se le hacía imposible la realidad de aquella temperatura tan fría.
Salid hombre, venga va, huid de aquí. Tu peluda, apártate de esa maldita puerta, le gritó a la Melina, la gata más voluminosa de todas. ¡ Madre mía qué frío ¡ siguió repitiendo - en el mismo instante que observaba el termómetro colgado en el exterior, detrás de la misma puerta. ¡ Caramba ¡- no puede ser – Debe estar estropeado, ¡cuarenta bajo cero¡...
Ocho gatos y la Melina preñada. Y eso que tuvo mucho cuidado en no aceptar ninguna hembra. Son las doce de la mañana. Hasta las diez de la noche, hora en que empieza la función, tenemos tiempo suficiente. La bolsa del pescado rodeada de gatos, y a pesar de la baja temperatura, qué olor tan desagradable. Venga gatitos, vamos a comer y enseguida nos vamos todos a la cama, hasta las diez...Pero los gatos, por causa del hambre, con más intensidad cada vez, no paran de maullar.
Las páginas del diario, que no había llegado a leer, las fue repartiendo por encima de todas las maderas, unas arrugadas hojas de un semanario alemán con una de sus fotos en la sección de espectáculos. El artista de los gatos, le dijeron que decía aquel título, el cual terminó por mirar con atención, para depositarlo en su arrugada cartera.
Los trozos de pescado encima de las hojas del periódico, las gatos encima del pescado, las sardinas por encima de los mismos hambrientos gatos. ¡ Madre qué hambre!...El frío, se respondió, seguro que es por el frío. A continuación, un poco desganado, abrió su bocadillo integrado por una especie de butifarras, de las llamadas “Frankfurt”, para untarlas con abundante mostaza y enseguida, una vez abierta la cerveza, en tanto sonreía, gritó “aine biar” a pesar de que nunca llegó a saber si lo pronunciaba bien.
Ahora, en este camastro, ya no cabe nadie más. Ya somos diez. Bueno, vale, rodeadme pero no me piséis. A los pies de la cama, el Rancio, arañando la manta, se afila las unas. ¡Qué haces viejo ¡ no ves que lo desharás todo. Vaya frío, -siguió rezongando- mientras seguía tiritando como unas castañuelas. Bueno, bueno, en un intento por conformarse, dentro de una semana cobraremos en deuchtlansmarcs, que son ochenta y cuatro pesetas por marco.
Antes del euro claro, pero entonces volveremos a casa, eso si no nos alargan el contrato o bien, nos contratan de nuevo para realizar otra gira. Tan pronto lleguemos, compraremos una casita y todos tendréis un trocito de verde jardín. Mientras seguía hablando, los gatos, continuaron lamiéndose sus humedecidas patas. ¡ Dios que frío ¡. Y después, después, seguidamente, luego, más tarde, bueno, pues...hasta terminar en un largo e indeterminado susurro.
¡Günter¡ dónde está ese maldito domador del número de los gatos ?-se oyó desde la entrada de la carpa- No lo encuentro por parte alguna, nadie lo ha visto, respondió el llamado Günter; nadie lo ha visto desde las doce del mediodía, repitió la nerviosa voz. ¡Desgraciados! id al remolque, enseguida.
¡ Achtung ¡. Atención señor de los gatos, calla, la puerta está abierta. ¡ Señor de los Maullidos ¡ dónde está...Mira como se ríe.. ¡ He! hay que darse prisa, estamos a punto de empezar, rápido, rápido, terminó la voz.
Los gatos tampoco se mueven. Maullidos sigue riendo, dulcemente dormido, dulcemente feliz.
Quizás pensando en los marcos, que había de cambiar a ochenta y cuatro pesetas, cada uno ?


Robertboresluis@hotmail.com
18-08-2007