domingo, agosto 26, 2007

CUANDO NO SE QUIERE SER NADIE, NO SE ES NADIE

Como siempre y como si nada pasara o hubiera de pasar, por muchos razonamientos o conceptos que en su cerebro se registraran, ignorante de todo, alejado de todo, de la luz, del pensamiento, de la razón, incluso de la música, el arte o la misma poesía, iniciaba el camino de su nuevo día, pensando solo en si mismo, para hacerse presente en las imprecisiones de su propio presente; el gusto culinario, el regusto del vino de la bodega huido, la proximidad de la fémina, aquella que desenfadada y deleitosa, le servía el pescado caliente en las bandejas y los platos de una cocina ardiente, envuelta en nubes de humo, rellena de sabores, de aceite requemado. Salido de la mina donde el grisú explotó !Nihil mirari ¡-no maravillarse de nada- se repetía siempre. Sólo esa frase que recordaba de un cura franciscano que le salvó la vida después de la mortífera explosión, una explosión que, a pesar de todo, perdonó a cuatro compañeros encerrados en aquel averno pavoroso de la más negra profundidad, vivía en su cerebro. Después de treinta y cinco años en la mina, después de tantos sueños olvidados, luego de tantas ilusiones rotas, aún más, desmembradas Pagano, que así le llamaban los compañeros, por que no creí en Dios, ni en nada que sonara a celestial, incluida la fe, el remordimiento, o la paciencia filosófica, y no el epicureísmo, como tampoco la noción de Apocalipsis que los como él cercanos a la muerte, nunca terminaron de soñar. Se tiene todo cuando se tiene todo, pero cuando se está a punto de perderlo todo, ha llegado el momento de desearlo todo. Pero el que no ve nada, aquel que no tiene nada, por ignorar todo cuanto existe de verdad, no sabe casi nunca lo que quiere, por que no ve ni intuye. Y así proporcionalmente provecto a sus ansias corporales desmedidas solamente el deseo corporal del humanoide le lanza a la búsqueda desenfrenada de los placeres, conocidos o desconocidos, que vacían todavía más, la dignidad de un cuerpo con cerebro. Nada de responsabilidades, nada de proyectos, nada de sentimientos, solamente el deseo incontenible de vivir la vida, perdido en los supuestos placeres materiales, por más cortos, extraños y vulgares, que la realidad dibuje. Vivir así, tan sólo por vivir, eso no es vida. Pero Pagano mantiene su cerebro anquilosado en el miedo que nunca superó, un miedo terrorífico, un temor invivible, que le persigue siempre y no le abandona nunca. Seguía viviendo en la oscuridad que le encerró en la mina y aunque la luz ilumina con timidez su alma, no llega a encender el sol de su conciencia; esa luz se ha fundido. Comer y beber hasta que muera es pura decisión del tal Pagano. Pero la vida es otra dirección tangencial, que se cruza ante los ojos ya cerrados, puesto que la vida termina cuando cesa sin más interferencias que la muerte, esa que sigue caminando detrás de todos nosotros como sombra incansable, inabatible. ! Nihil mirare¡-oyó detrás de sí inesperadamente una mañana. Tú eres Pagano? ¿ Quién me llama?- respondió sin ni siquiera volverse. Soy solamente un cura- replicó el franciscano. Perdone padre- pero no le conozco. ¿Estás seguro? Repitió la voz. Y cuando se volvió para descubrir al hombre que le hablaba, se le escapó la risa. Una cínica risa tan fría como la indiferencia del agnóstico convencido que nunca aceptara otra visión que no sea la suya, la propia, la deseada por encima de cualquier otra posibilidad, que se aparte de sus preferencias materiales, ausente del confortable sentimiento de amistad que une a las pacientes almas que siguen el mismo camino que ha de acabar en muerte. En una muerte sorpresivamente dulce, colmada de esperanza, segura de recibir el mismo bien y la misma bonanza de espíritu que, aunque envuelta en las incertidumbres presentes en el esfuerzo personal, les brindó a muchos otros. Yo soy - siguió hablando el franciscano - “ la vera effigies del amigo “ dando a entender la importancia de la relación interesada por el otro, esa intención difícil de apreciar por cuantos la reciben de forma gratuita. -! Déjeme padre ¡- casi gritó Pagano. Y siguió su incierto camino, sin árboles, ni flores... ni camino. Enseguida, a muy pocos pasos, como si fuera un rezo, se oyó la voz del cura; “cuando no se quiere ser nadie, no se es nadie. Y todavía más “tractu temporis convalescere non potest. ( Lo que es absurdo desde el principio y nulo no puede hacerse bueno con el tiempo ).

Roberto Bores y Luís

05-04-2004

UN ABRAZO MISTERIOSO

Mi vida de infante triste

Rompió en sollozos un día.

Qué pocos años tenía

Cuando de pronto te fuiste.

Memorable lejanía

Vivo recuerdo cercano

Te veo todavía

Tendiéndome la mano

En viejo mimbre sentada.

Cómo lo he sufrido todo

Sin poder entender nada.

Te recuerdo en el jardín.

Sabes, yo te sigo viendo

Joven y enferma latiendo

Junto a la flor del jazmín.

Ay ¡ pena, penita ajena.

Luego de tanto dolor

Se me nubla la razón.

Por qué no olvido la escena

Que más agranda la pena

Dentro de mi corazón.

Ángulo de mi retiro

Tan colmado de recuerdos

Donde tan triste te escribo,

Cómo he de vivir sin ti

Si todavía no vivo.

La luz del atardecer

Que tu retrato ilumina

Jamás me dejó entender

El doliente padecer

Del llanto de tu pupila.

Amor que la eternidad

Ya detuvo en tu regazo

Me recuerda paso a paso

Tu dulce maternidad.

Quién me ha enviado un abrazo

Has sido tú ¿ no es verdad ?

robertboresluis@hotmail.com 18-09-2002


PRISA POR LLEGAR HABÍA.

Una mañana muy fría

cerca del amanecer

cuando la luna lucía

sobre el agua por llover

una familia gitana

lloraba su padecer.


¡Ay ¡ tan bueno como era

¡ay¡ por qué le pasó a él

gime una moza morena

a quien llaman Isabel.


El “Manu “el primo de la Isabel

recibió dos puñaladas

que terminaron con él.


Los dos calés más fornidos

subieron la caja a un carro

por un jamelgo arrastrado

careto, rocín huesudo

más jabonero que roano,

flaco, ruin y mal calzado.


Los gitanos no eran muchos,

dieciocho más o menos,

iban todos compungidos

estremecidos y tercos.


El campo santo a dos leguas.

Los dos de la funeraria

sin haber desayunado.

Prisa por llegar había.


Y mientras el conductor

de la ruinosa carreta

a la bestia iba azuzando

los gitanos tras de ella

siguen su paso ajustando.


La luna se había perdido

y el sol, de recién nacido,

iluminaba la vida...

Prisa por llegar había.

A poco, con visos de sobresalto,

el caballejo cansino

que pone su ritmo al trote.


Cabreo de los calés

La “Paca” que está redonda jadea

y un churumbel en sus brazos

murmura y contiene el llanto.


El “Tato” va cojeando

con su niño de la mano,

va cansado, va sudando.


Qué pasa “Manué” dice Antonio,

Qué va a pasá dice el “Manu”,

que está más cerca del carro,

que el carretero es un guarro.


Retabul del taran tantán

¿ qué va a pasá ?

Que estamos en Villalpando

y el carro se está escapando...

Roberto Bores Luis

14-10-2003

EL ÚLTIMO ENCUENTRO

Aunque pertenecía a una familia numerosa religiosa y creyente, cuando primos y hermanos profesaron, no fue capaz de hacerse religiosa. Cuando se hizo mayor siguió viviendo con el complejo de la niña que fue siempre, una niña muy querida pero sin carantoñas ni besos paternales, envuelta en un concepto de austeridad siempre presente, que le hizo sentirse olvidada en un ambiente tan real como intranscendente. Había deseado sentirse más querida a pesar de que sus familiares, según ella, seguían manifestando un aprecio de manifiesta lejanía. Siempre fue la segunda, a veces la tercera, la sufridora innata, la poseedora de un valor supuestamente secundario. Lo había aprobado todo, cumplió con todos sin pedir nada nunca, y a pesar de su entrega no le sirvió de gran cosa. Desde su pubertad vivió inmersa en la esperanza de su amplio concepto del deseo de ser amada. Y todavía más, en la esperanza de ser algún día comprendida. Hay vidas ejemplares que se diluyen en limpios deseos colmados de afanes inconcretos, que no llegan a ser realidades. En su opinión pasaba su juventud quemando el tiempo en su entrega total al uso y concreción del interés de los demás, de las decisiones de los otros, los cuales aún contando con ella, colmados de verdades absolutas, nunca reconocieron ni su entrega y mucho menos su valía. En su lacerante soledad, soy la secundaria, se repetía siempre. Siguió pasando el tiempo, inexorable y lento, como una razón sin causa determinada, sin razón de destino Los años transcurridos ya sumaban cuarenta. sin haber conseguido colmar su inocente afán de sentirse querida. Su cuerpo se había adornado de grasa inútil, para negarle la sutil agilidad del movimiento airoso, el cual retaba a la altura de su imagen al concentrarse en un vaivén más sinuoso. Naturaleza injusta decía ante el espejo muchas veces. Más tarde, cuando se habían cumplido diez años de mayordoma entregada al servicio de su tío conoció a un profesor de literatura, otro ser solitario sin esperanza clara de futuro. Su tío, cariñoso y lejano a la vez, ya le había advertido que “ hay amores que matan “ Ella, la doncella inocente, como los deseosos inocentes de sed incontenible de bebida de otras gentes, que no entienden que cosa han de beber para saciar su sed irreprimible, aquella que les llevará sin pausa a la derrota, no quería beber aunque quería. Seguía enamorada cuando un atardecer, ausentes como siempre de besos y caricias, se dijeron adiós, hasta mañana. Un mañana impreciso, inesperado, un mañana inexistente sin intención ni hora. Hasta mañana. Entre las sombras de un incipiente atardecer, dos almas, se perdieron. Pero él volvió inesperadamente, para decirle algo que nunca llegó a justificar su inesperada presencia. Se le acercó corriendo, como persiguen las liebres al conejo, o sea por detrás, insistiendo como se insiste en la acción depredadora, en la urgente necesidad de triunfo pasajero sin acuerdo, una ocasión aleatoria entendida como imposible de repetir. La fría realidad de la ocasión resulta siempre trágica. Era tal la oscuridad que no pudo encontrarla. El solo deseaba decirle que no podría acudir a la acordada cita de mañana, pues con motivo de una conferencia en el Instituto de Enseñanza Media su lugar de trabajo, se le hacía imposible cumplir el compromiso, y que en cualquier caso, el encuentro debería ser más tarde de la hora acordada. De repente, una ventosidad huracanada huida de delante, rebotaba en otros aires de silencio. No volvió a verla. Cuando ella se enteró, se sintió segura de decidir entre otras cuestiones de tipo sentimental, si la educación recibida obedecía a cuestiones morales o religiosas. Se dijo que sí. que seguiría compuesta y sin novio. Qué remedio. -

ROBERTO BORES LUIS

22-09-2005

domingo, agosto 12, 2007

EL HOMBRE DESNUDO

Deudor de nada y generoso en todo

En medio de esta bola que se mueve

Olvido, si es que olvidar se puede,

Ajeno a las mentiras y otros lodos.

La cabeza sujeto entre los codos

Cuando a poco la vida se hace breve

Sigue mi corazón latiendo leve;

En la serenidad que ansiamos todos.

Soy ruiseñor dormido entre las ramas

Un falso desarrollo incomprendido

En una sociedad llena de dramas.

En este falso Edén, mundo perdido,

Por donde se pasea sin pijama

Tanto mono genial; sin ir vestido.

robertboresluis@hotmail.com

7-09-2006

COMO CADA DÍA

Cada mañana, más dormido que despierto, se levantó de la cama sin ilusión ni esperanza. Salió a la calle desierta, sin ver a nadie ni a nada, caminando hacia la esquina cubierta de niebla y agua. Una moto, sólo una moto de un joven conducida por un casco, vacío seguramente, que pasando por allí en aquel mismo momento, acercándose a la acera, le salpicó de agua fría.

Sorprendido, sin la esperanza de que se detuviese, le gritó esa frase tan instantánea y española que recuerda a la santa madre de los otros, . Se sacudió el pantalón y las mangas de la chupa, pero el agua resbalaba entre cueros y zapatos. ¡ Hijo de... ¡ , volvió a repetir.

¿Qué te pongo? - le preguntaron cuando ya entraba en la tasca. Y él respondió con desgana, me pones lo que tú quieras.- Y luego sin hablar más, después de tragar el brebaje de anís, depositó sobre el mármol dos euros que eran franceses.

¡Cómo va ¡ se pronunció un cliente desconocido -Va como siempre, es muy raro, le aseguró el de la barra-

Los pasos de cada día, la calle de cada día, y un paso de peatones, tan raro que a esas horas de la mañana aparece vacío. Cruza con tiempo y sin ganas y, un perro que va detrás, muerto de hambre y escocido, se le mete entre las piernas, y da al suelo con el tío. ¡ Hijo de... ¡ insiste en repetir para terminar gritando –

Se levanta compungido cuando la sangre del perro, que por él ha muerto en vivo, enrojece sobre la acera. Sale a la calle la gente del dormido vecindario. Cuando llega la ambulancia y el coche de la perrera, sin entender qué pasaba, lo envían al dispensario.

No tiene nada, qué raro, ¡si el coche está destrozado ¡ comenta un facultativo

Algo mareado estaba, cuando un desconocido, a quién nunca había visto, muy triste y muy compungido, se dirige a él diciendo ¡Aunque haya matado a su perro, le juro que no le he visto ¡Se lo juro.¡

¿Y qué habrá que hacer ahora? - comentó por decir algo- con franca resignación.

-No se preocupe señor,- para eso está el seguro

Unos meses más tarde, le asignaron tres mil euros, sin saber si eran franceses o bien de otra procedencia, seguramente españoles, vete a saber, ¡ qué chorrada ¡

Y cuando cobró del seguro, aún debiendo el alquiler, los muebles y otras gabelas se interrogó con alivio ¿para qué trabajar tanto?

Pero dos días más tarde, se persona en la perrera; para adoptar un cachorro. ¿Cuanto valdría ese perro?

ROBERT BORES LUIS

4-04-2004

INCREIBLE

Del todo increíble. A quien podía habérsele ocurrido una idea semejante. Era evidente que a un descastado, a un irreverente arribista sin dignidad ni historia. Un desgraciado enano burgués, rico desde luego, empresario a pesar de sus escasos méritos, sin clase alguna y sin concepto místico o ético

Increíble y real. Después de tantos años pesando y sopesando la evolución del género humano, ahora,- decir ahora en su estado seguía siendo una falacia,- sabía que era cierto .Ya llegó la depravación, tenía la certeza, la ignorancia, el inconformismo; la vulgaridad en suma. Ah! no!.

No estaba dispuesto a consentir que invadieran su estancia ni su intimidad. Quienes se creen esos!. No les es suficiente con ocupar todo el palacio, los salones, las suits, los jardines y la piscina, la bodega, las caballerizas y la mismísima capilla.

Doscientos ochenta años y…ahora, se les ocurría trasladar un monumental espejo a sus aposentos junto a la torre, húmedos quizás pero tranquilos, para adosarlo en el muro, justo enfrente de su sillón de terciopelo rojo con encajes de oro viejo, sillón que fue en su día propiedad de Luis XIV, adquirido por su tatarabuelo René Montpellier Vecchio de la Martín. Un espejo de recamado marco frente a su sillón único y preferido, estando como estaba condenado a no poder contemplar, ni siquiera vislumbrar por un instante - otra falacia - el aspecto intemporal que -otra falacia - ahora tiene.

No quería de ninguna manera. Como tampoco debía cambiar la posición del sillón trasladándolo a otro ángulo del salón, para modificar su sagrada y solitaria comodidad. Los cortinajes, las alfombras y los cuadros, habían permanecido donde están durante siglos, tantos que ya no recordaba su mermada memoria. Aunque evidentemente, cubiertos de una honrosa pátina del, otra falacia, tiempo.

Más aún, la decoración seguía siendo excelsa mientras seguía enmarcada en otras vidas de tonalidades o marcos diferentes, reagrupados irrevocablemente todos ellos, depositados alegres o tristes, en el reducido, mínimo espacio que en su vida ocuparon.

No lo aceptaba. Se oponía al prepotente intento de cambiar su ir y venir sonámbulo del salón a la torre, de la torre al salón, luego de la caminata por el torreón y los arcos almenados de piedra tan fría como su propia alma, esperando la anochecida llanura y aquel negruzco valle adormecido a los pies del paseo de colosales cipreses, sombras imperecederas, interminables, eternas, casi como él mismo.

Le era del todo imposible imaginar regresar a la torre, para yacer en ángulo distinto frente al frío y reflectante espejo recién llegado. Desgraciados! Bastardos! - siguió gritando.

Hubo de apartarse sin vacilación a fin de evitar el desplome de una consola, cerca del pié derecho. Por más que les gritaba - sabedor de que así debía ser - no le oían. Los responsables del traslado de muebles - así había sido siempre - siguieron empeñados en meter más y más maderas. El sillón de pana roja y oro, fue retirado a un ángulo de la espaciosa sala. Cimbreó la gruesa cortina que allá se encontraba, al tiempo que una argolla terminó rebotando sobre la alfombra con grave impacto.

Los bigardos se ausentaron y poco después regresaron portando dos espadas y un florete despectivamente lanzados sobre la rubia consola. El eco fue metálico, mientras el tintineo producido, ensordeció la entrada. Ellos, los utileros, se miraron sorprendidos y confusos, como si comprendieran el sentido de aquel pesado ambiente y aún extrañados sin entender por qué, se ausentaron de nuevo. Antes de salir volvió uno la cabeza hacia el salón convertido ahora en un amplio almacén de trastos viejos.

Para reponerse de la mala impresión que la rara estancia les causó encendieron un cigarrillo, no sin dificultad, toda vez que el aire en un soplo repentino les apagó la llama repetidamente, tantas veces como volvieron a intentarlo, sin conseguir fumar. Il nest pas possible! exclamaron a dúo.

Les esperó en el rellano helicoidal de la escalera y, viéndoles descender próximos a su invisible ser, retornó al salón luego de anegarles con su eterno desprecio. Tomó el florete en su nervuda mano, amagó un toma y daca, rasgó el aire con un ataque fiero, lanzó el hierro a través del ventanal abierto y esperó impaciente el recio impacto del arma con visos de saeta clavada en la negrura de la noche, al penetrar un árbol con singular cimbreo.

Luego enfurecido, botó la consola a un ángulo oscuro, colgó la argolla desprendida de su barra, agitó la cortina de augusto terciopelo y regresó al sillón. Sobre el hogar que esconde cenizas milenarias, a un lado y a otro de una imagen de caza, colgó a banda y banda las dos espadas. La oxidada hacia abajo, la otra colgó hacia arriba. Al tiempo de acercarse al gran espejo, sin mirarse en la luna, giró el marco imponente de cara a la pared. a fin de evitar cualquier indeseado reflejo.

Y así por segunda vez, y algo más confortado, se acomodó sobre el recobrado sillón de pana roja.

Por la mañana descubrió el jardinero aquel florete clavado en el tronco. Extrañado por la rara visión, con la clara intención de averiguar tan extraño suceso, se fue en busca de los encargados del traslado de muebles los cuales temieron lo peor y junto al jardinero convinieron en acercarse al olmo atravesado. Afirmaron que sí, que el florete se asemejaba mucho al que habían depositado, sobre la bella consola junto a las espadas. Recordaban además las otras espadas oxidadas... No cabían más certezas. Pero, no obstante, juraron que nunca pensaron en robarlas. Charles, el jardinero, debido a la confianza de tantos años depositada en ellos y en el servicio de la empresa a la que pertenecían, creyó lo que le habían dicho. No obstante al no convenirle aceptar ninguna responsabilidad gratuita se encaminó diligente al encuentro del mayordomo de la finca Monsieur Clotet, para que conociera la situación. Una situación de aspecto preocupante.

Cuando Monsieur Clotet llegó al torreón antes de penetrar en el salón, oyó un expresivo comentario huido del interior ¡ Il nest pas possible! Monsieur Clotet, ante aquel rumor creyó, como poco antes lo había hecho el jardinero, que verdaderamente la situación debía de ser grave.

Apercibidos de su inesperada presencia los empleados, le pusieron al corriente de todo cuanto hacía referencia al cambio producido en el salón, las espadas colgadas en el hogar, el sillón de nuevo en el centro, y el florete que en aquel mismo instante muy oportunamente, les restituía el jardinero. Sobre todo el gran espejo vuelto del revés incapaz de ser movido sin dificultad por no menos de dos hombres.

Monsieur Clotet se asomó por el ventanal para otear la posición que ocupaba el olmo en el frondoso jardín. Después de observar atentamente, y en opinión de sus acompañantes, calcular la distancia hasta la verticalidad del árbol, ronzó ensimismado que la cosa era increíble. Y todavía más; imposible. Sin dar crédito a aquello que estaba viendo, ordenó con decisión, que la puerta de la estancia se cerrara con llave, cada vez que en ella, se depositara cualquier pieza del mobiliario objeto de la mudanza. A tal efecto hizo entrega de una gruesa llave la cual debería permanecer en poder de los mozos, desde ese mismo momento, durante toda la jornada, sin olvidar depositarla cada día en manos de Monsieur Clotet nuevamente. Antes de abandonar el aposento, el mayordomo y el jardinero, ayudaron en la delicada tarea de volver el espejo a su posición inicial, es decir, de cara al sillón rojo. Hecho lo cual descendieron en silencio uno tras otro, no sin antes cerrar la puerta con llave, mientras en sus mentes seguían preguntándose qué o quién podía haber sido capaz de restablecer el cambio observado en el sórdido salón que, por fin, acababan de abandonar

Al día siguiente, medio ahogados por el esfuerzo realizado a lo largo de la empinada escalera, cargados ambos con un par de plúmbeas sillas, sin apenas tiempo para tomar resuello, oyeron los mozos sorprendidos un ruido semejante al roce que produce un objeto pesante al ser arrastrado, mirándose perplejos sabedores de que en el salón no debería haber nadie. El compañero, un calvo mastodonte sin complejos, corrió hacia la puerta con la intención de descubrir al culpable de los cambios producidos en el mobiliario sin ver ni oír, pues el salón estaba como siempre solitario y silencioso, aunque claro es, la puerta, seguía abierta. Llegado el acompañante preguntó al mastodonte, por qué motivo habían vuelto a cambiar la posición del espejo. Y fue entonces cuando el calvo, fijándose en aquel vuelto cristal, volvió a repetir… Il nest pas possible.

Decidieron no hablar con nadie del suceso, pues siendo todo lo que ocurría tan raro, les iba en ello el empleo. Luego, creyeron que lo mejor sería devolver la luz al grueso cristal, para que nadie tuviera dudas sobre la responsabilidad de su trabajo. Dejaron las cuatro sillas aparejadas, una sobre la otra, apiladas en un ángulo y salieron sin más, no sin antes cerciorarse de que, la puerta del salón, quedaba cerrada y bien cerrada. La llave giró, con su sonido metálico, por tres veces.

Monsieur Clotet había estado investigando por su cuenta, sobre todo después que Marie, una doncella veinteañera, se hubiera negado a limpiar “ el salón de arriba “, la contraseña que la servidumbre había adoptado al referirse a la alta estancia cercana a la torre, desde el asunto espejo. Ella dijo que no volvería a subir sola pues la extraña sensación sentida la última vez que estuvo allí, se le había vuelto insoportable.

Qué situación es esa? No lo sé, respondió la doncella, sólo sé que me produce intranquilidad y miedo, parece como si alguien a quien no ves te observara intensamente, tanto que llegas a notar su fría mirada. Además, prosiguió ella, se oye como un suspiro, un suspiro inacabable, suave o más fuerte, como si alguien se trasladara de un lado para otro, para volver una y otra vez, para retornar sin fin. Luego, viene el silencio más duro y absoluto. Es entonces cuando te vuelves consciente de que has oído algo, un suspiro larguísimo - no sé dudó- un roce- no lo sé- terminó.

Monsieur Clotet movió pensativo su brillante y alopécica testa como un bombín sin alas, leyó un trozo de papel sujeto en su mano izquierda y garabateó algo sobre él a intervalos durante los cuales no cesó de observar a la temerosa doncella. Bien - terminó por decir - dando por acabada la conversación, mañana que te acompañe Luisa. Marie, conocedora del efecto que producían las taxativas órdenes del mayordomo, no necesitó hacer ningún esfuerzo por frenar su deseo de réplica, calló simplemente, aunque se atrevió a decir - oui Monsieur, mañana a las nueve – a modo de tácita obediencia.

A las nueve horas a.m., inquieta todavía por el recuerdo de la conversación mantenida el día anterior con su mayordomo, Marie fue en busca de Luisa, una italiana hija de español y corsa, viuda de mediana edad conocedora de la nueva misión - para ella todo se convertía en una misión - En una misión que debía de cumplirse y cumplirse bien. Y guiñó a Marie uno de sus ojizarcos ojos.

Llegadas a la torre la viuda lanzó una jocosa amenaza, ! Tiembla fantasma!-gritó-. Marie sintiéndose reconfortada por el ánimo de la compañera, solo atinó a esbozar una tímida sonrisa. La capitana golpeó con la escoba la puerta cerrada con llave, como una intimidación a no se sabía a qué o a quién, mientras la puerta sin resonar por los golpes recibidos, antes de que introdujera la llave en la cerradura, se entreabrió levemente. Marie la detuvo con un rápido ademán. No entres -avanzó. Luisa la miró incrédula. Tienes miedo?-inquirió-.La puerta debería estar cerrada, respondió la compañera. Cerrada con llave terminó por decir. No temas mujer, eso es cosa de la mudanza.

Luisa, después de empujar la puerta, observó el giro de la hoja hasta descubrir todo el espacioso interior. Se asomaron ambas sin precipitación alguna, para observar lentamente de uno a otro extremo. Nada de particular, el salón aparecía vacío, inerte, reposado, y absolutamente silencioso. De pronto, ante el dorado y patinado espejo, Marie lanzó una exclamación ¡Dios mío!.Y repitió! Mon Dieu! La capitana se acercó sin perder la calma. Qué has descubierto?

¡Mira! - señaló - extendiendo el dedo índice hacia el cristal. !Temblad bastardos! se podía leer escrito en grandes caracteres perfilados en rojo.!Mi pintalabios¡ Seguramente lo perdí ayer. Lo he buscado por todas partes. exclamó la aterrada Marie.

La capitana se acercó y alargando la mano, le hizo entrega del pintalabios rojo, que momentos antes, yacía descubierto sobre la repisa del hogar. ¿Es el tuyo? –preguntó-. Seguro que es el tuyo. Si -respondió sin más.- Será culpa de los mozos de la mudanza-prosiguió Luisa- lo habrá escrito el mastodonte calvo.

Otra cosa sería el espejo vuelto de espaldas.!Venga! a limpiar. Tres horas más tarde, a pesar del desorden que allí reinaba, el salón aparecía aseado, tanto como era posible. Las domésticas estaban cansadas hasta tal punto que Marie, hizo por desplomarse sobre el gran sillón rojo. !Ay¡ -gritó de improviso- al tiempo de huir hacia la puerta. Qué pasa ahora,- la capitana-.! Me han pellizcado las nalgas! Tú estás loca… Déjate de tonterías Marie. Mira, añadió sentándose en el sillón ¡Uf! Que bien se está y ahora que lo pienso, no comprendo por qué lo han trasladado hasta este solitario rincón. Marie la observó incrédula, en tanto que la capitana, seguía con la falda ventilándose las redondas piernas! Vaya calor! Suspiró un instante…y lo caliente que está ésta pana. Se levantó al momento y, al tiempo de observar la incrédula expresión que mantenía en su rostro la otra, la incitó a limpiar el sillón.

Ausentóse Luisa con el fin de trasladar al rellano los enseres de la limpieza.! Ay! le llegó el eco de la voz afuera. Pero chica,¿ qué te pasa ?

Aquí hay alguien, gritaba de nuevo Marie. Chica tú estás majara, al personarse dentro de inmediato. Ven… No, no, se negó la joven arrastrada hasta el mueble. Ahí se sienta alguien, insistió nuevamente.

La capitana pasó la mano a redopelo, le atizó dos palmadas al sillón para comprobar si despedía polvo, y volvió a sonreír. Estás boba chica. Las únicas que se han sentado en este mamotreto desde hace siglos, somos tú y yo, claro.

¡Vámonos, vámonos Luisa¡- me encuentro fatal-.

Salieron, cerraron la puerta con la preceptiva llave, como había ordenado Monsieur Clotet, e iniciaron el descenso por la escalera. Marie todavía volvió la mirada alzada hacia arriba, esperando una visión, sin lograr ver nada. El rellano helicoidal crepitó levemente. -Vámonos mujer- ascendió la voz de Luisa desde más abajo.

El impresionante silver shadow de Monsieur Ferdinand Beliet acababa de aparecer por la puerta del jardín. Mucho antes de su llegada los moradores de la casona, tenían todo dispuesto convencidos como estaban, de que el nuevo propietario, un empresario de edad mediana fabricante de bebidas gaseosas, no tardaría en revisar las modificaciones cuya puesta a punto se habían ordenado con anterioridad.

Monsieur Clotet inició los saludos y muy respetuoso, procedió a presentar a los servidores, silenciosamente formados ante la amplia escalera que rendía niveles ante la puerta principal, enmarcada por enormes bloques de caliza milenaria, una variedad de creta blanca, cubierta en parte por restos de un antiguo cambronal. Restos no aceptados por Monsieur Beliet de forma más que explícita. Así lo entendió el mayordomo en su chispeante mirada. Tanto así que lo anotó en su memoria, dispuesto a sermonear a Charles, el jardinero, tan pronto como le fuera posible.

El recién llegado, saludó al servicio con frialdad más que aparente, aligerado por la prisa que, de siempre, suele predominar en un empresario No guts, no history, sólo este lema.

Luego de la breve y fría presentación los integrantes del servicio doméstico retornaron sin excepción a sus habituales tareas.

Monsieur Beliet, con un tono que quiso ser amable, se dirigió al mayordomo. Creo que ese resto de bardizas debería estar ya cortado, habló. Oui Monsieur, se hará de inmediato, consiguió modular el mayordomo.

A continuación y luego de un corto silencio, el mayordomo, expuso con detalle todo cuanto hacía referencia al desarrollo de la mudanza, la cual se había acordado durante la última y no lejana visita anterior del nuevo titular.

Llegados a uno de los múltiples salones de la planta baja, preguntó el nuevo propietario él por qué de la tardanza del traslado, puesto que todavía se encontraban en aquella gran cantidad de muebles, bargueños, tarimas, escabeles, librerías y alguna que otra mesa. Para dar prestancia al salón - insinuó el mayordomo - que no deseaba olvidar el problema surgido con “el salón del espejo “, misterio que confiaba en resolver con la mayor brevedad en el último piso de la grandiosa y fascinante morada, envuelta y sumida en siglos de historia.

¡Sáquelo todo¡-explotó Beliet- Los muebles nuevos llegarán esta misma semana. Oh messieur, Il nest pas possible… No me conteste eso, cortó Beliet, haga lo que digo, piense que no creo en lo imposible. No lo creo en lo más mínimo. Si no es capaz de hacerlo, dígamelo, no podemos perder más tiempo. Se hará, no lo dude, yo me ocuparé personalmente, ronzó Clotet.

Horas más tarde, confiado en la palabra de su mayordomo, Ferdinand Beliet, partió. Clotet que, desde la puerta principal, intentaba entre los árboles seguir el lento recorrido del fastuoso automóvil, parpadeó al pensar en el problema no resuelto, cuando los destellos del sol se ocultaron sobre la gris y reluciente carrocería al desaparecer tras la herrumbrosa puerta de entrada al jardín

¡Charles¡ -se derrumbó su voz sobre el césped.

Oui Monsieur, le llegó desde los jazmines, tras el lago, la lejana voz del jardinero. Un petit moment car je suis arrivé…

Charles-bramó Monsieur Clotet,- ¿no le ordené que cortara de raíz todo el bardizal ?

Oui Monsieur…pero he creído oportuno no hacerlo, no por desobedecer su orden, aclaró, más bien para evitar en lo posible la frialdad de la puerta. Así como está ahora parece más acogedora.

¡Tonterías¡ Un fabricante de gaseosas nunca entenderá esa posibilidad. Córtelo- añadió-. El dueño la desea así y basta. Todavía esperó a oír del mayordomo, el macheteo de la tijera de podar, para alejarse.

Una vez más volvió al asunto del traslado de muebles, una idea que no le abandonaba. Cabían o no cabían. Tenían que caber, como fuera...

Las doncellas trotaban por el último rellano de la amplísima escalera cuando, inopinadamente, se dieron de cara con su mayordomo.

¿ Es que las persiguen- habló- para afearles la vulgaridad de la ruidosa carrera. Tanta prisa tienen...

Oh Monsieur, exclamó Marie con su débil y temerosa voz; es increíble.

Increíble, increíble, iteró Clotet. Y siguió. Ya empiezo a sentirme cansado de oír esa exclamación. Diga usted que no lo entiende, o todavía mejor y más propio, diga que no entiende lo que es incomprensible. Arrastró una pausa para decir…si es que no puede llegar a ser racionalmente posible.

A ver, dirigiéndose a Luisa, ¿usted que opina?

No creo en fantasmas. Pero… he de admitir que sucede algo raro, si la escritura de carmín que aparece en el espejo

no logramos saber quién la ha escrito, insinuó con astucia, difícilmente descubriremos algo.

A qué clase de garabatos se está usted refiriendo.

A lo escrito en el cristal del espejo, repitió.

¿Han cerrado con llave? tal como les sugerí, insistió Clotet.

Oui Monsieur, contestaron a dúo.

Denme la llave y síganme, volvió a mandar Clotet, al tiempo de escalar de dos en dos los peldaños que conducen a las proximidades del torreón .Las doncellas llegaron casi ahogadas.

Probó de introducir el mayordomo la llave en la extraña cerradura. ¡Helas¡: la puerta seguía abierta.

Lo ve, yo no miento nunca- la voz de Marie.

Clotet, que en ese momento ya despedía chispas por los lagrimales, le soltó dos patadas a la pesada puerta la cual, lejos de abrirse con violencia, pareció que esperaba que la siguieran empujando, cosa que terminó por hacer el irascible mayordomo con manos y hombros. La puerta girando con suavidad, como empujada por un niño, se abría sin ningún tipo de dificultad, cosa que igualmente resultaba extraña. Una vez en el interior, antes de caer en la cuenta que el espejo seguía vuelto de espaldas, aquí no hay nada…escrito. Quién a tocado el espejo-vociferó- luego de reponerse de la sorpresa. Las doncellas no hablaron. Ellas contemplaban el balanceo de la cortina del lejano segundo ventanal del salón. Clotet volvió sus ojos hacia allí.!Cierren la ventana¡- sonó furiosa su voz. Las doncellas recorrieron los ocho ventanales. Estaban todos cerrados.!Imposible¡-el mayordomo de nuevo. Las féminas se encogieron de hombros.

Cuando se oyó ruido en la escalera, salieron todos rápidamente; el mastodonte calvo trajinaba una mesa escritorio y su compañero, otra algo menor.

Ayúdenme, dijo Clotet a modo de saludo. Vamos a girar el gran espejo.

Acabaremos locos, le susurraba el mastodonte al que le seguía. Lo querían de frente y ahora lo desean de espaldas. .Pero… si está de espaldas !

Se aferraron al marco. Todo lo que habían anticipado las doncellas era bien cierto, en el cristal alguien había escrito; ¡Temblad bastardos !

Deme un pintalabios Marie.-dijo Clotet- De repente, pidió al sorprendido mastodonte calvo, que escribiera lo mismo más abajo. Así lo hizo este en primer lugar. Siguió escribiendo el compañero, Marie y finalmente la capitana.

Como si se tratara de un calígrafo experto, Clotet procedió a comparar los rasgos, por ver de encontrar la mínima similitud con lo escrito, para terminar por descubrir la notable diferencia, de la grafía inicial, una escritura armónica y suelta, con el resto de los garabatos inferiores. Y a continuación, escribió sin titubeos,!temblad bastardos!

Las sombras del anochecer tapizaban las piedras de la entrada, la hierba del jardín. Arriba, después del segundo piso, no se podía ver hasta el amanecer, a menos de ayudarse con un candelabro o una palmatoria.

Sobre el verde de la pared, el pálido reflejo de las velas, proyectaba la temblorosa sombra de Luisa, la capitana, mientras ascendía por la interminable escalera, hasta alcanzar el último de los ciento ochenta y cinco escalones. Pesaba el silencio. Sólo su forzada respiración y el suave roce de sus zapatillas sonaban amortiguados.

Desde la planta baja, el silencio, seguía absoluto. Antes de atreverse a entrar en el salón de la cerrada puerta, se detuvo un instante, volvió a la escalera, y se asomó para observar si la habían seguido. La negrura y el silencio dejados tras ella, seguían mudos. Volvió a la entrada.

De repente ¿ qué hago yo aquí? ¿ Por qué me meto en estos líos ?, se preguntó. Pero, no sintiendo miedo alguno, introdujo la llave en la cerradura. Al giro de la llave un !clac! metálico colmó el negro espacio hasta el torreón.

Entró tras el rayo de luz amarillenta, un rayo tan mínimo, que se estrelló, sin verlo, contra un posapiés. Todavía el sofoco le permitió avanzar.¿ Hacia adónde? se preguntaba ahora. Siguió hacia adelante hasta el rayo proyectado por el espejo, se miró en él sintiendo el escalofrío del fantasma de su negra imagen, giró a la izquierda y avanzó derecha hasta el final del salón, sin moverse del pasillo central que dibujan los muebles. Más, antes de llegar a la cortina del fondo enfrente, un soplo de aire, le apagó la vela.

Sintió un dolor agudo, en el centro del tórax, y sin ver dónde se encontraba, sentóse a tientas sobre una superficie plana, lisa y dura, quizás una mesa. Seguía el mareo cuando, sobre los hombros, notó el roce de las manos que evitaron su caída. La palmatoria aferrada por su mano izquierda, se encendió de nuevo. Ella se volvió hacia atrás con los ojos abiertos de sorpresa. Movió la llama de un extremo a otro, como describiendo una cruz, aunque no lograra ver nada.

A la altura de su cintura, muebles y sombras, seguían refugiados en la negrura. Se le escapó un sollozo. No cesaba de temblar, lo que se advertía a pesar de la obscuridad reinante. Más tarde, desvalida pero ya repuesta, se encaró al destello que se reflejaba en el espejo gigante. Se contemplo de nuevo en él, viendo las palabras escritas por seis veces, pero tras ella, tras su imagen en negro, fluía otro reflejo. Un reflejo tan blanco como transparente.

Rozó su pié el sillón rojo, y al tiempo de cruzar por delante para buscar la puerta, creyó oír por tres veces, un aliento jocoso !ja! !ja! !ja!, de risa amortiguada. Pero aún tuvo fuerzas para cerrar con llave.

En el escalón treinta y cinco se enjugó una lágrima. En la planta baja, delante de otro espejo, se acicaló el peinado y una leve sonrisa, le confirmó que arriba, en el salón del gigantesco espejo, alguien, se... escondía.

Roberto Bores Luis

18-02-2004

EL BARQUERO Y EL BRUJO.

En una extensa jungla vivía un barquero. Se pasaba el día en el río. Lo atravesaba cargado de grandes troncos de árbol y pocas veces de ganado. Un día de fuertes lluvias, la corriente del río era tan devastadora que estuvo el a punto de zozobrar. Después de ese día su miedo a la muerte y su irreflexión ansiosa, le decidieron a cambiar de oficio. Vendió la barca, y en busca de su libertad, se adentró en un universo de ambiente desconocido y salvaje.

Cerca del recodo de uno de los afluentes del caudaloso rio dio con el brujo de una tribu, un anciano de arrugas impermeables, de mirada lejana, y de instinto domado. Este anciano no habló, se fijó en la expresión del barquero, para entender la huida de sí mismo, la precipitada fuga que le había llevado hasta su cabaña de hojas hermanadas.

El silencio fue roto por el rugido de un león, por el rey que habita la sabana, no demasiado alejada del dominio del mago. Quiero ser león, habló el barquero. ¿Quieres ser león?- instó el nigromante al iniciar la búsqueda de las hojas que habían de componer el brebaje. Al poco tiempo regresó diciendo – Bebe. Bebió el barquero del espeso y amargo caldo contenido en un cuenco de barro. Cuando las garras se perfilaron de sus manos, al tiempo que la melena le cubría el pecho y las espaldas, rugió como un león. Rugió de nuevo y se lanzó al encuentro de los leones... pero estos le rechazaron y le acosaron para echarle de su territorio.

Regresó a la casi invisible cabaña del mago. ¿Qué quieres? Quiero ser un guepardo. Luego de triturar hierbas nuevamente, bebe despacio, dijo el anciano, tendrás más velocidad. El barquero convertido ya en guepardo, volvió rápido a la caza. La familia de guepardos no le aceptó aunque tuvo la suerte de que le permitieran comer los restos de una gacela. Había olido los huesos cuando aparecieron las hienas y se quedó sin comer. Ante el fracaso, volvió al encuentro del brujo.

¿Qué quieres? Quiero ser cebra, respondió el barquero. Bebe, repitió el brujo dándole el cazo de las trituradas hierbas Salió al galope para perderse entre la gran manada que emigraba hacía el río para cruzar en busca de otros pastos. Después de beber, cruzaban alocadamente. El barquero cebra pudo ver de cerca como los taimados cocodrilos que flotaban inertes, destrozaban a sus pretendidas hermanas. Muchas de ellas cruzaron el río, pero ella, o sea él, no tuvo valor. Decepcionado y hambriento volvió al encuentro del embrujador.

¿Qué quieres? –siguió preguntando sin disimular su impaciencia, el brujo. Quiero ser cocodrilo, pidió el barquero. ¿Grande? sugirió el viejo. ¡Sí ¡ muy grande. Y de nuevo bebió del brebaje de las hierbas. Una vez convertido en un saurio enorme se encaminó lentamente hacia el río. Cuando llegó cebras y gnús ya habían cruzado. Los cocodrilos flotaban sobre la superficie del agua, como troncos abandonados, troncos de aserradero, los cuales desaparecen, al deslizarse suavemente sobre la ensangrentada corriente. Los cocodrilos le guiñaban los ojos hasta que el barquero cocodrilo entendió que no era ni mucho menos el más grande.

Volvió a la cabaña del brujo, para pedirle que le convirtiera en barquero de nuevo, pero la cabaña estaba vacía. El anciano había desaparecido.

Así suele suceder a todo aquel que sueña, con un destino fácil. Un destino circunstancial y aleatorio, sin esfuerzo, no existe. No somos lo que creemos que somos; somos todos lo que hacemos.

ROBERTO BORES Y LUIS.

8-07-2004

DESDICHADO Y SOÑADOR

Qué necio es el varón que sólo mide el cuerpo sin entender la esencia de su espíritu, el alma racional, se decía, mientras ajeno a las visitas que colman la amplia sala, leía y releía las notas ya olvidadas de una agenda, capítulo de encuentros y amoríos, envueltos en las perdidas arenas de lejanos recuerdos, encuadrados en el marco de los goces. Indiferente a sus errores recordaba a aquella a quien un día llamó la grande, por su altura, por su pecho, por sus caderas, por sus finísimas manos. Nunca había olvidado, la mirada de sus ojos negros, negros con tintes de ciruela. Negros. Acaso demasiado impactantes, demoledores. Más aún que el donaire, la gracia, su impensable presencia tan hermosa, tan alta y agraciada. Igual como el buen vaso de vino que se ha de sorber con la cadencia lenta, despierta, contenida, “poco piu mosso “que llega irrepetible hasta el fragoso torrente de un fogoso y ardiente minuto desbordado. Y todavía, a un suspiro entrecortado que enloquece. Sus ojos, sus ojos tan negros, ofrenda de su egolatría como el ébano Ella era así, la recordaba así. Un escaso recuerdo que aún siendo muy intenso, era menos que un tacto, menos que un roce aún. Apenas una dulce sensación que daba goce sin insinuación, sin cercanía apenas. El seguía siendo sutil y salaz, por qué no aceptarlo, más bien maduro, propenso a la acción, a la insinuación, a la graciosa ironía...Seguía siendo enjuto, bajo más bien, moreno y anguloso. No anunciaron visitas para él. El deseo, esperando en la espera, se conforma vacío de presencias. Un poco más tarde, se cerrarán cortinas y ventanas, que han de borrar los jardines ensombrecidos. Pero pensaba, sin entender o bien sin entenderse, colmado de un afán incesante, inacabable, tan complejo y a la vez tan tenaz, como se sentía perdido en la evasión delicadamente misteriosa que anida, bien sufrida, en la disociación de las funciones psíquicas de extraño contenido esquizofrénico.

Así, pesadamente, transcurría su tiempo envuelto en la rutina casi siempre, para vestirse de años imprecisos en un tiempo real, un tiempo inesperado, un sueño irrepetible, cuando se acepta que el recuerdo nos pesa en el olvido. Ni sueño, ni futuro guardarán la esperanza, la vacía esperanza que ha partido el cristal del alma clara, desdibujada en otro rincón anclado en otro palpitar, otro latido más tibio que llene el corazón, para por fin, sentirse bien amado. Ese tierno sentimiento de su temor precipitado en la angustia crecida de su miedo Esta esperada noche él seguía pensando en escapar, de qué manera podía, y bien podía, zafarse de la presencia de los grasos celadores adormecidos, amodorrados en su nocturna costumbre de vigilancia usual anónima.

Un miedo desconocido, indescifrable, un colapso de frío le recorrió la espalda sin llegar a mermar su voluntad de fuga. que todo huidor termina por sentirla como ajena a sí mismo. Ella, la galana, la lozana, seguro que todavía le esperaba. Ella era, el estandarte de su ansiada libertad, una libertad soñada como el premio final del duro sufrimiento solitario perdido entre paredes blanquecinas proyectando las sombras escondidas de sensaciones muertas...De silencios dormidos entre quejas anónimas colgadas de los techos y las luces, cuando las madrugadas se despiertan heridas por los ecos.

Entreabierto cristal de una ventana. Fue un momento, sólo un momento rebosante de vida. Se le rompió el corazón, cuando ausente todavía del encuentro, colmaba de perfume sin saberlo, el aire enrarecido de la alcoba. Nunca llegó a pensar que un día, un suspiro producto de un latido, abriría la ventana de otra duda, inesperada y fría. Callar, enmudecer, para llorar por dentro sin conseguir detener el negro sufrimiento, el latido vital de un viejo corazón deshecho en vida. Ahora, sus sueños, oscilando en la inconciencia de la mente, rondaban el vacío.

Pasos, rumores, voces, prisas, en la oscuridad, .acechan. Trata de huir y consigue alejarse de un jardín que esta mustio de flores y de sueños. Cuando los celadores lo encontraron, sin tiempo para recrearse en la dulce melancolía de su ensoñación,- se ha casado hace años,- le dijeron. Mejor, respondió débil y enfermo. Me alegro suspiró,- nunca más estará sola-. ¡Ha dicho eso¡- gritó un joven médico, cuando se lo contaron. ¡Es del todo imposible¡ Una enfermera presente en la consulta, alargando un suspiro - misterios del amor - dijo-... Misterios de la ciencia; se esforzó por hacerse oír... la voz de alguien...

Robert Bores Luis 5-05-2005

domingo, agosto 05, 2007

ATARDECER

Se me hizo presente el final de una tarde de verano que luego de una larga jornada laboral, me había obligado a pasear por las calles de Barcelona mi estimada ciudad. Por esas calles ensordecidas como resultado del progreso y las actividades mundanas. Sin prisa, sin ninguna intención de detenerme, ni tan siquiera para tomar en un bar una bebida refrescante y mucho menos para leer un diario que no había tenido ocasión de leer en todo el santo día, hasta llegar a la parada del autobús de la misma Diagonal Fue un encuentro casual e inesperado que se produjo cuando empezaba un lento paseo por la corta calle de Tuset. Después de tantos años desde que dejé de ser su alumno de séptimo de Bachillerato, su figura, no daba muestras de haber cambiado su majestad estática.

No se sorprendió al verme. Me pareció increíble que me reconociera, después del largo tiempo transcurrido, y todavía más, que siguiera manteniendo aquella actitud de suficiencia ante mi presencia de cabellos encanecidos, como si el recuerdo siguiera estando presente sin ocultar ni uno de los aspectos alegres de la pubertad del recordado momento en que fui su alumno.

No se sorprendió, bien que plantada ante mí como una especie de sufridora determinante que espera no se qué o a no se quién, continuó observándome impávida e inalterable. Intenté rememorar aquellos tiempos de nuestra juventud pero me demostró sin paliativos que no era el momento apropiado.

Todavía seguía siendo bella si bien su imagen ya lucía unas pequeñas arrugas. El paso del tiempo no nos perdona cuando recubre la ilusión la patina de la soledad. Yo seguía queriendo recordar aquellos tiempos y circunstancias vividos en el Instituto, cuando ella era mi profesora de Historia, decidida a no perder su autoridad frente a unos niños de diecisiete años, impresionados por su escultural presencia femenina.

Me parece recordar que todos la amábamos, cada uno a su manera, unos por su cultura, los más por su belleza,- en aquel entonces era también muy joven- los más por un deseo carnal incomprensible e indeterminado que, sin saberlo les despertaba el desconocido fuego de su sangre joven.

Ahora, como siempre, aparecía plena de seguridad, una seguridad alejada, firme, decidida a afrontar el peligro que inesperado, surge de las esquinas todas las noches.

En ese preciso instante, perdido en mis recuerdos de estudiante, su mirada me obliga a sentir un incomprensible y a la vez frío menosprecio. ¡Vete niño ¡- me pareció oír dentro de mí – “estoy esperando a un hombre “. Y todo sin palabras, lo dijo con su fría mirada.

No esperaba eso Yo no pretendía nada. Me recreaba en los mil recuerdos de mi lejana época de estudiante. Unos recuerdos nítidos colmados de una admiración sin límites. Puede ser, pensé, que la vida no la haya tratado demasiado bien. Que haya perdido parte de la fe en la entereza de su propia estima. No lo entendí, aunque pensé que la dureza de la vida nos hace cambiar a todos nuestro concepto del sentido de la esperanza. Lo que estaba meridianamente claro, era que aquel momento, no era nada apropiado.

Luego de un impensado deseo de no despedida, seguí caminando lentamente hacia el autobús de la línea siete en la mencionada Diagonal. Más tarde, unos segundos más tarde, un frenazo violento me despertó de mis recuerdos. La atropellada era ella, estaba magullada, pero estaba viva. De nuevo las circunstancias de aquel, para mí, encuentro jubiloso, no habían sido las más apropiadas

El hombre, o la mujer, caminando solos entre miradas saben que pueden perderse, pero rara vez aciertan con la esquina.

robertboresluis@hotmail.com

PERFUME INTENSO, DULCE Y ÁCIDO

Delante caminaba otro hombre. Por detrás, el apresurado taconeo que le seguía, lo producía una mujer esbelta, de cabellera larga y oscura, ágil, y visiblemente nerviosa. En el preciso momento de llegar a su altura, la mujer, en un impulso inconsciente por modelar su cabello reluciente, no pudo evitar la caída del bolso negro que pendía de uno sus hombros.

El hombre, que se protegía con una gabardina gris, después de recoger el bolso sobre el húmedo asfalto, con un gesto de amable gentileza, le entregó el cuero amablemente. Ella, sin detener su paso apresurado, le dio las gracias y siguió avanzando hasta rebasarle.

El otro hombre, aquel que caminaba delante de ellos, había desaparecido tras la primera esquina. El de la gabardina de color gris, se arrebujó el cuello con la intención de protegerse del aire frío de la lluviosa noche. Su mano derecha, la que había rescatado del suelo el bolso de la joven mujer, desprendió un perfume intenso, dulce, y ácido. La cercanía a su nariz de aquel intenso aroma le produjo un sentimiento inquietante.

Una vez llegó a la esquina comprobó que la mujer también había desaparecido. La calle estaba desierta, aunque a lo lejos, se diluía un eco de pisadas, unas sombras difusas. Llegó a tiempo de oír el roce amortiguado de una puerta al cerrarse. Detrás de ella, en el interior de una imaginada imprecisa estancia, creyó percibir un forcejeo, un roce semejante al deslizamiento de unos pies inertes sobre el frío mosaico. A pesar de intentarlo nuevamente, no logró sentir ni escuchar otro sonido. Ante esa incertidumbre, algo que interpretó como un absurdo presagio, decidió encender un cigarrillo. El dulce perfume del bolso le inquietaba de nuevo, de pronto, desde una ventana entreabierta de luz escasa y mortecina, le sorprendía un murmullo, el sentimiento de que alguien, estaba emitiendo un mensaje urgente, secreto, privado y cauteloso. La calle seguía desierta.

Desde la misma esquina ante la cual se había detenido, se precipitaron las luces de un coche para cegarlo. El coche se detuvo. Dos hombres. Son policías. Le detienen. Luego de un débil forcejeo, ante su total incomprensión y temor, le encierran en el vehículo. Dentro sólo está el conductor uniformado. Advierte que otro vehículo les avanza para detenerse ante la puerta de roce amortiguado. Desde el asiento de atrás, intenta ver alguna cosa, sin conseguirlo. Enseguida suenen las puertas metálicas del coche. El hombre de gris, entre dos policías, fríos e inmutables uno a cada lado, oye como el coche arranca de nuevo.

Al día siguiente los titulares de la prensa destacan la noticia. Dicen los titulares: Asesinato en la Rambla de Cataluña esquina Provenza: “ El perfume intenso, dulce, y ácido de la joven mujer asesinada, aparece como la prueba determinante de la culpabilidad del agresor. Se cree que el asesino es un hombre de mediana edad, soltero, que iba vestido con una gabardina de color gris.

robertboresluis@hotmail.com

COMBATE ENTRE DOS ESPEJOS

No describiré las características físicas del personaje por la sencilla razón de que, todo aquello que en principio consideramos particularmente desde nuestra imaginada relevancia individual, no es nada más que una particularidad de todos los humanos; el afán de la aceptación de nuestra existencia común sometida a la temporalidad.

Ni alto ni bajo, aunque algo rechoncho, ni calvo ni melenudo, por qué ¿a quién le puede importar el aspecto de un hombre tan normal? Lo verdaderamente importante es el valor de las actuaciones en frente de las vicisitudes que se sufren día a día, sin caer en la incongruencia.

Este personaje, llegado de una corta estancia en Mallorca mediante el Inserso, segundos después de abrir la puerta de su piso había dejado la maleta en el recibidor, para darse de bruces con el gran espejo allí colgado. Descubrió su desfigurada imagen en el oscuro cristal y se miró, luego de presionar el interruptor de la luz, con la olvidada costumbre de la ocasión impensada, y detenido en la alejada conciencia de su propia estimación, se felicitó a sí mismo. Era el día de su cumpleaños.

A los sesenta y dos años sentía una fría realidad, un frío desconocido, la ausencia de contacto de amigos y colegas, prácticamente desaparecidos de, su ahora, solitaria vida. Tras levantar las persianas cerró la luz, para dirigirse hacia un frigorífico, el cual no se mostró pródigo con el intenso deseo de sed que él sentía; seguía desconectado.

Volvió a sentir un nerviosismo exagerado debido al tiempo transcurrido, desde el aeropuerto hasta llegar a su casa, por la diferencia de transito que justamente, acababa de disfrutar al recorrer las carreteras que envolvían la ciudad mallorquina. De hecho se hubiera vuelto a marchar aunque, la costumbre de viajar le suponía un gasto, el cual ya no podía seguir asumiendo.

La jubilación de la que ahora se beneficiaba, era corta por si misma. Ello se debió a un par de empresas que, luego de trabajar en ellas, descubrió que le habían cotizado cinco años menos, para disminuir la asignación esperada, el desmoronamiento de la fé en el trabajo, la rotura de su ya frágil voluntad. Y por encima de todo, la impotencia que no habría de permitirle cambiarse de camisa cada día .Esta realidad tan presente, que fue capaz de llegar a considerar pueril, no evitó una continuada ansiedad que, en demasiadas ocasiones, llegaba a extremos dramáticos cercanos al infarto.

En tanto en cuanto depositaba la ropa y la vaciada maleta, en el armario del recibidor, se miró en el espejo de nuevo, para descubrir unos rasgos con reflejos de los momentos vividos, unos hechos ya perdidos en la distancia temporal de la memoria. Todavía pudo esbozar una sonrisa enfrente de la imagen aparecida para decirse; por qué no te has dedicado al fútbol, por ejemplo. De qué te ha servido tu titulación de ingeniero...?

Siguió hacia el salón en donde, con imprecisa desgana, conectó la caja luminosa de los milagros, de la felicidad más falsa, del detergente más nuevo, la de la hipoteca más barata, la del coche que vuela, porque según comentaba frecuentemente con sus vecinos, las imágenes y el ruido hacen compañía. Una joven desnuda apareció en una portada de una revista del corazón, en tanto que el presentador seguía diciendo que, por la foto, la chica había cobrado doce millones de las antiguas y recordadas pesetas.

Así, de repente, en el mismo momento en que sintió un duro golpe en el pecho, con la mente en blanco, después de intentarlo por tres veces, consiguió levantarse de la butaca para ir al servicio. El último intentó fue lanzar un cenicero contra el cristal de la venta de la sala, de salida al balcón, con un ruido metálico que al mismo tiempo, sorprendió a los vecinos de la vivienda de al lado. Casualmente, como cada final de verano, los truenos y la fuerte e inesperada granizada del circunstancial momento, se confundió con el golpe producido por el cenicero. Oyó unas voces, sin conseguir responder. Como respuesta aumentó la intensidad de la pantalla de la televisión, el último e inesperado reflejo del instinto de supervivencia, pero el aparato no respondió por falta de fluido eléctrico. En el balcón tres personas, el padre, la madre y la hija integrantes de piso segundo primera de la vivienda adosada, gritaban.

Cuando se acerca el fin, ya no existen imágenes ni palabras, ni sueños; sólo permanece la soledad de la agonía. Pero ¿quién llamaba a la puerta? ¿Por qué era incapaz de responder? El día siguiente, un silencio extraño, envuelto en un oreo penetrante a través del cristal roto de la ventana del balcón, soplaba interminable.

Cuando los vecinos ayudados por los bomberos entraron en el espacioso comedor, el teléfono tronó envuelto en el silencio. La hija de aquellos, la más ágil, se apresuró hacia el auricular. Al otro lado oyó otra voz femenina interesada por el emérito. No se puede poner en este momento-respondió- y preguntó a la vez ¿quién le llama?

...-Llamo de la oficina de la seguridad social - dijo la lejana voz – Dígale que hemos sufrido un error, que su expediente es correcto. No nos ha de devolver nada...

Pero antes de colgar, la atribulada vecina tuvo ocasión de oír un eco envuelto entre risas y befas. ¡Madre mía, que bien viven estos jubilados ¡.Seguramente pensaron en una relación tan erótica como pasional, debido a la tensa respiración por la puntual alarma de la jadeante vecina.

Uno de los bomberos, acostumbrado en demasiadas ocasiones, a la tensión profesional ineludible, ante el cuerpo inanimado, con silencioso respeto susurró: es el pan de cada día.

Más de uno de los presentes llegó a interpretarlo en el frío sentido de “jaque mate”, la más común, particular y establecida, vulgar realidad de siempre.

En el balcón colgada de unas cintas, seguía ondeando suavemente, una camisa azul.

robertboresluis@hotmail.com