domingo, agosto 05, 2007

DE HÉROES ANÓNIMOS

La historia, esa especialidad tan humana, tan repetitiva y a la vez tan personal, acostumbra a borrar de sus capítulos a todos aquellos que siendo pequeños, tienen un alma de gigante.

En este punto quiero dejar bien claro que no voy a hablar de Cayo Julio Cesar (Roma 101-id. 44 a. de C.) ni de tantos otros personajes guerreros creadores de su propia historia, una historia que a pesar de la fuerza no sirvió para infundir la cultura, pues independientemente de la fuerza, la cultura ha gozado siempre de su entidad propia. O es que los romanos llegaron a Finlandia, para crear una cátedra de latín que ahora mismo existe? Todos, como todos, con el paso del tiempo permanecerán en el recuerdo popular hasta reducir su memoria en un apartado olvidado solamente apto para consultas.

Siempre reducimos el mundo a nuestro interés propio. Dijimos – que inventen ellos – y ellos inventaron .Se ha dicho también que Suiza, por ejemplo, nada más ha hecho relojes. ¡Y qué relojes ¡Me gustaría saber si todavía devuelven los relojes que encuentran perdidos en sus calles. Si todavía este ejemplo de honradez y honestidad sigue grabado en el cerebro de los españoles.

Les propongo pensar en lo que sigue a continuación, lo que he llamado, como no podía ser de otra manera una historia real, con la intención de que mis selectos lectores decidan si es pequeña o bien si tiene la suficiente enjundia para ser grande.

Imagínense a un sacerdote jesuita, integrante de una familia tradicional y católica, hermano de otro cura, sobrino de monjas, primo de monjas (dos Superioras de Convento entre otras.)

Un sacerdote de vocación el cual, un día, colgó los hábitos. Un primo que a mis quince años, en los días que siguieron a mis vacaciones de quinto curso de Bachillerato, propició la posibilidad de asistir a los más impensables ejercicios espirituales los cuales sentí y viví en la ciudad de Vitoria. Lástima que su altura intelectual, el contraste de sus razonamientos filosóficos tan sencillos como intensos, sean la causa hoy, de mi aburrimiento ante las pobres, insulsas y repetitivas homilías de este triste presente. Me sigo preguntando dónde estarán aquellos preclaros maestros que fueron capaces, sin desvirtuar la realidad, de hacernos sentir la grandeza de la humildad humana, la preclara conciencia de la verdadera y justa fe.

Deseo advertir al lector que siento un cierto temor ante de la duda de no ser comprendido como deseo y espero, pues he de aceptar el derecho de cada uno para interpretar lo que lee, de acuerdo con sus creencias, conocimiento de los temas tratados en proximidad, y las experiencias en todos los niveles, que puedan llegar a ser acumulables y sentidas. Sigue ahora la narración de lo que - a pesar de ser grande – es pequeño, si lo comparamos con el admitido concepto de lo que se ha dado en llamar una historia patriótica. Sigue pues un capítulo muy breve de una historia personal tan íntima como desconocida.

Habían transcurrido treinta y cinco años desde aquel lejano encuentro que por fin cerraba una parte del interminable limbo de diez lustros detenido en el recuerdo de una dolorosa separación familiar que la guerra, y la muerte, consiguieron.

Las manecillas del viejo reloj de pared señalaban las cinco de la tarde, una de tantas tardes de un verano irrefragable. Me encontraba en casa en mi despacho de representación en el momento de sentir la insistente llamada del timbre de la puerta de entrada para obligarme a colgar el teléfono. Crucé el largo corredor convencido de que nuevamente, otro problema con el ascensor había movilizado a los vecinos, una realidad frecuente, muy frecuente desde el momento de ser nombrado presidente de la comunidad, de un servicio caduco de un mantenimiento oneroso. ¿De nuevo otra abuela encerrada en el ascensor obligándome a llamar al cuerpo de bomberos? – me pregunté.

-. Qué inesperadas sorpresas nos da la vida. Era él, mi primo el jesuita ¡vestido con pantalones téjanos ¡Mostraba un aspecto tan cansado y deplorable que yo nunca hubiera llegado a imaginar no obstante, su confiada sonrisa, fue capaz de borrar la mala impresión producida por tan desagradable aspecto. Había sido capaz de permanecer ante la puerta de la calle, durante tres interminables horas, bajo un sol abrasador, antes de llamar a la puerta del cuarto piso. “por que he pensado que no era correcto por mi parte, llegar a la hora del almuerzo “- me soltó con una sonrisa maliciosa, satisfecho de haber procedido así, cuando le recriminé ese claro signo de su inocente tozudez, la cual personalmente, creí innecesaria.

. —Vengo de Panamá – de vacaciones, por tres o cuatro meses- me dijo.

Durante dos días, toda la familia, disfrutamos de su serena compañía, sin conseguir llegar a olvidar las circunstancias extremas del recuerdo de la unidad familiar. Su nuevo aspecto me desconcertaba. Luego de haberle conocido vestido de sacerdote, tan serio y a la vez comprometido de un comportamiento irreprochable, no pude negarme a preguntar la razón de aquel cambio tan inesperado.

---No sé si podrás entenderlo, siguió diciendo...

Lo que es cierto, -apuntó– es que ya estaba harto de permanecer en el confesionario con arrepentimientos y enmiendas, a veces tan sinceras como dudosas, para llenarme como si de un cubo de basura se tratara. Me di cuenta –seguía diciendo -, que un presbítero no podía perder el tiempo en estos aspectos tan cotidianos, cuya importancia no puedo dejar de admitir, si bien este mundo está infinitamente más necesitado de nuestra ayuda. Emigré a Panamá a fin de vivir con los indios- no puedo recordar si dijo indios o amerindios seguramente – para ayudarles en toda clase de dificultades, las cuales con mi propio esfuerzo y dedicación personal, podía sin ninguna duda conseguir. Dormía en los llanos, sobre las altas cimas, en los valles, encima de una simple alfombra de caña.

---Qué fríos habrás pasado- le respondí – en un leve silencio-

No, el problema no era el frío...ni tan sólo la lengua. El verdadero problema eran las serpientes

---Y, de que manera te desplazabas de un pueblo a otro?

-- Soy editor de una publicación dirigida hacia los pueblos más necesitados.

Por un anuncio de publicidad en la revista, la marca Toyota, me facilitó un vehículo para las visitas. Ayer mismo en Zurich he cerrado la compra de una nueva rotativa, a crédito, eso está sobradamente claro. Confío en que todo irá bien.

---Dime- seguí insistiendo- Por qué motivo estás de nuevo en España?

---Para estar con la familia, supongo,- en un intento por aceptar la sugerente necesidad que yo sentía – por conocer sus preocupaciones. Es una casualidad derivada de un cúmulo de circunstancias. El Obispo, no dijo mi Obispo, me ha ofrecido la posibilidad de ausentarme de Panamá durante un cierto tiempo.

---Me pareció que no deseaba desvelar el verdadero motivo, una certidumbre por mi parte, una sospecha, que pensé que debía conocer Se produjo un amable silencio por su parte, supuse que hasta el momento de considerar natural y justificado mi interés. Seguidamente, como si no desease aparecer como protagonista, continuó. Me encontraba en un estrecho pasaje al regresar de un pequeño pueblo de barracones en donde había estado ayudando a la recogida de la mandioca, y me dirigía hacia el Obispado. Justo al salir de una de tantas estrechas curvas, me sorprendió la presencia de un “jeep” del ejército equipado con la tan conocida ametralladora, conducido por tres militares uniformados. Intuí que habían estado esperando mi paso para perseguirme durante treinta angustiosos y largos minutos. Me siguieron por estrechos caminos de tierra sólo aptos para cruzar en un todo terreno hasta que, luego de un montón de veces sin llegar a caer por uno de los pronunciados barrancos. Por fin no sin terribles sobresaltos, conseguí llegar al edificio del tan nombrado y a la vez ansiado Obispado. La gran puerta de hierro de la entrada, permanecía abierta. El “jeep” de mis perseguidores, a escasos veinte metros de mi toyota, se detuvo inesperadamente dando un espectacular frenazo ante la grandiosa puerta...sin atreverse a cruzarla, al tiempo que ya detenido, al bajar del vehículo sólo pude observar la oscilación de la ametralladora, la cual, no sé por que causa no disparó. Parece que sigo viviendo de milagro, pues en la carrocería de mi pequeño coche, ya lucían varios impactos de bala.

--- ¿Qué motivos habían de tener para proceder de esta brutal manera?

--- Pues debo pensar en el contenido de mis escritos. El poder nunca perdona.

Unos meses más tarde, voló hacia las raíces de su selva, hacia su nueva sangre. Una sangre tan fría como caliente, y más allá de cualquier consideración, tan resuelta como su propia sangre.

Hace muchos años que no he vuelto a verle. No sé si está vivo o muerto. Pero es seguro que, en el frío altiplano, ha seguido soñando entre serpientes. Donde se está bien, allí está la Patria. ( Ubi bene, ibi patria) “Quot erat demostrandum “

robertoboresluis@hotmail.com

0 comentarios: