domingo, agosto 12, 2007

INCREIBLE

Del todo increíble. A quien podía habérsele ocurrido una idea semejante. Era evidente que a un descastado, a un irreverente arribista sin dignidad ni historia. Un desgraciado enano burgués, rico desde luego, empresario a pesar de sus escasos méritos, sin clase alguna y sin concepto místico o ético

Increíble y real. Después de tantos años pesando y sopesando la evolución del género humano, ahora,- decir ahora en su estado seguía siendo una falacia,- sabía que era cierto .Ya llegó la depravación, tenía la certeza, la ignorancia, el inconformismo; la vulgaridad en suma. Ah! no!.

No estaba dispuesto a consentir que invadieran su estancia ni su intimidad. Quienes se creen esos!. No les es suficiente con ocupar todo el palacio, los salones, las suits, los jardines y la piscina, la bodega, las caballerizas y la mismísima capilla.

Doscientos ochenta años y…ahora, se les ocurría trasladar un monumental espejo a sus aposentos junto a la torre, húmedos quizás pero tranquilos, para adosarlo en el muro, justo enfrente de su sillón de terciopelo rojo con encajes de oro viejo, sillón que fue en su día propiedad de Luis XIV, adquirido por su tatarabuelo René Montpellier Vecchio de la Martín. Un espejo de recamado marco frente a su sillón único y preferido, estando como estaba condenado a no poder contemplar, ni siquiera vislumbrar por un instante - otra falacia - el aspecto intemporal que -otra falacia - ahora tiene.

No quería de ninguna manera. Como tampoco debía cambiar la posición del sillón trasladándolo a otro ángulo del salón, para modificar su sagrada y solitaria comodidad. Los cortinajes, las alfombras y los cuadros, habían permanecido donde están durante siglos, tantos que ya no recordaba su mermada memoria. Aunque evidentemente, cubiertos de una honrosa pátina del, otra falacia, tiempo.

Más aún, la decoración seguía siendo excelsa mientras seguía enmarcada en otras vidas de tonalidades o marcos diferentes, reagrupados irrevocablemente todos ellos, depositados alegres o tristes, en el reducido, mínimo espacio que en su vida ocuparon.

No lo aceptaba. Se oponía al prepotente intento de cambiar su ir y venir sonámbulo del salón a la torre, de la torre al salón, luego de la caminata por el torreón y los arcos almenados de piedra tan fría como su propia alma, esperando la anochecida llanura y aquel negruzco valle adormecido a los pies del paseo de colosales cipreses, sombras imperecederas, interminables, eternas, casi como él mismo.

Le era del todo imposible imaginar regresar a la torre, para yacer en ángulo distinto frente al frío y reflectante espejo recién llegado. Desgraciados! Bastardos! - siguió gritando.

Hubo de apartarse sin vacilación a fin de evitar el desplome de una consola, cerca del pié derecho. Por más que les gritaba - sabedor de que así debía ser - no le oían. Los responsables del traslado de muebles - así había sido siempre - siguieron empeñados en meter más y más maderas. El sillón de pana roja y oro, fue retirado a un ángulo de la espaciosa sala. Cimbreó la gruesa cortina que allá se encontraba, al tiempo que una argolla terminó rebotando sobre la alfombra con grave impacto.

Los bigardos se ausentaron y poco después regresaron portando dos espadas y un florete despectivamente lanzados sobre la rubia consola. El eco fue metálico, mientras el tintineo producido, ensordeció la entrada. Ellos, los utileros, se miraron sorprendidos y confusos, como si comprendieran el sentido de aquel pesado ambiente y aún extrañados sin entender por qué, se ausentaron de nuevo. Antes de salir volvió uno la cabeza hacia el salón convertido ahora en un amplio almacén de trastos viejos.

Para reponerse de la mala impresión que la rara estancia les causó encendieron un cigarrillo, no sin dificultad, toda vez que el aire en un soplo repentino les apagó la llama repetidamente, tantas veces como volvieron a intentarlo, sin conseguir fumar. Il nest pas possible! exclamaron a dúo.

Les esperó en el rellano helicoidal de la escalera y, viéndoles descender próximos a su invisible ser, retornó al salón luego de anegarles con su eterno desprecio. Tomó el florete en su nervuda mano, amagó un toma y daca, rasgó el aire con un ataque fiero, lanzó el hierro a través del ventanal abierto y esperó impaciente el recio impacto del arma con visos de saeta clavada en la negrura de la noche, al penetrar un árbol con singular cimbreo.

Luego enfurecido, botó la consola a un ángulo oscuro, colgó la argolla desprendida de su barra, agitó la cortina de augusto terciopelo y regresó al sillón. Sobre el hogar que esconde cenizas milenarias, a un lado y a otro de una imagen de caza, colgó a banda y banda las dos espadas. La oxidada hacia abajo, la otra colgó hacia arriba. Al tiempo de acercarse al gran espejo, sin mirarse en la luna, giró el marco imponente de cara a la pared. a fin de evitar cualquier indeseado reflejo.

Y así por segunda vez, y algo más confortado, se acomodó sobre el recobrado sillón de pana roja.

Por la mañana descubrió el jardinero aquel florete clavado en el tronco. Extrañado por la rara visión, con la clara intención de averiguar tan extraño suceso, se fue en busca de los encargados del traslado de muebles los cuales temieron lo peor y junto al jardinero convinieron en acercarse al olmo atravesado. Afirmaron que sí, que el florete se asemejaba mucho al que habían depositado, sobre la bella consola junto a las espadas. Recordaban además las otras espadas oxidadas... No cabían más certezas. Pero, no obstante, juraron que nunca pensaron en robarlas. Charles, el jardinero, debido a la confianza de tantos años depositada en ellos y en el servicio de la empresa a la que pertenecían, creyó lo que le habían dicho. No obstante al no convenirle aceptar ninguna responsabilidad gratuita se encaminó diligente al encuentro del mayordomo de la finca Monsieur Clotet, para que conociera la situación. Una situación de aspecto preocupante.

Cuando Monsieur Clotet llegó al torreón antes de penetrar en el salón, oyó un expresivo comentario huido del interior ¡ Il nest pas possible! Monsieur Clotet, ante aquel rumor creyó, como poco antes lo había hecho el jardinero, que verdaderamente la situación debía de ser grave.

Apercibidos de su inesperada presencia los empleados, le pusieron al corriente de todo cuanto hacía referencia al cambio producido en el salón, las espadas colgadas en el hogar, el sillón de nuevo en el centro, y el florete que en aquel mismo instante muy oportunamente, les restituía el jardinero. Sobre todo el gran espejo vuelto del revés incapaz de ser movido sin dificultad por no menos de dos hombres.

Monsieur Clotet se asomó por el ventanal para otear la posición que ocupaba el olmo en el frondoso jardín. Después de observar atentamente, y en opinión de sus acompañantes, calcular la distancia hasta la verticalidad del árbol, ronzó ensimismado que la cosa era increíble. Y todavía más; imposible. Sin dar crédito a aquello que estaba viendo, ordenó con decisión, que la puerta de la estancia se cerrara con llave, cada vez que en ella, se depositara cualquier pieza del mobiliario objeto de la mudanza. A tal efecto hizo entrega de una gruesa llave la cual debería permanecer en poder de los mozos, desde ese mismo momento, durante toda la jornada, sin olvidar depositarla cada día en manos de Monsieur Clotet nuevamente. Antes de abandonar el aposento, el mayordomo y el jardinero, ayudaron en la delicada tarea de volver el espejo a su posición inicial, es decir, de cara al sillón rojo. Hecho lo cual descendieron en silencio uno tras otro, no sin antes cerrar la puerta con llave, mientras en sus mentes seguían preguntándose qué o quién podía haber sido capaz de restablecer el cambio observado en el sórdido salón que, por fin, acababan de abandonar

Al día siguiente, medio ahogados por el esfuerzo realizado a lo largo de la empinada escalera, cargados ambos con un par de plúmbeas sillas, sin apenas tiempo para tomar resuello, oyeron los mozos sorprendidos un ruido semejante al roce que produce un objeto pesante al ser arrastrado, mirándose perplejos sabedores de que en el salón no debería haber nadie. El compañero, un calvo mastodonte sin complejos, corrió hacia la puerta con la intención de descubrir al culpable de los cambios producidos en el mobiliario sin ver ni oír, pues el salón estaba como siempre solitario y silencioso, aunque claro es, la puerta, seguía abierta. Llegado el acompañante preguntó al mastodonte, por qué motivo habían vuelto a cambiar la posición del espejo. Y fue entonces cuando el calvo, fijándose en aquel vuelto cristal, volvió a repetir… Il nest pas possible.

Decidieron no hablar con nadie del suceso, pues siendo todo lo que ocurría tan raro, les iba en ello el empleo. Luego, creyeron que lo mejor sería devolver la luz al grueso cristal, para que nadie tuviera dudas sobre la responsabilidad de su trabajo. Dejaron las cuatro sillas aparejadas, una sobre la otra, apiladas en un ángulo y salieron sin más, no sin antes cerciorarse de que, la puerta del salón, quedaba cerrada y bien cerrada. La llave giró, con su sonido metálico, por tres veces.

Monsieur Clotet había estado investigando por su cuenta, sobre todo después que Marie, una doncella veinteañera, se hubiera negado a limpiar “ el salón de arriba “, la contraseña que la servidumbre había adoptado al referirse a la alta estancia cercana a la torre, desde el asunto espejo. Ella dijo que no volvería a subir sola pues la extraña sensación sentida la última vez que estuvo allí, se le había vuelto insoportable.

Qué situación es esa? No lo sé, respondió la doncella, sólo sé que me produce intranquilidad y miedo, parece como si alguien a quien no ves te observara intensamente, tanto que llegas a notar su fría mirada. Además, prosiguió ella, se oye como un suspiro, un suspiro inacabable, suave o más fuerte, como si alguien se trasladara de un lado para otro, para volver una y otra vez, para retornar sin fin. Luego, viene el silencio más duro y absoluto. Es entonces cuando te vuelves consciente de que has oído algo, un suspiro larguísimo - no sé dudó- un roce- no lo sé- terminó.

Monsieur Clotet movió pensativo su brillante y alopécica testa como un bombín sin alas, leyó un trozo de papel sujeto en su mano izquierda y garabateó algo sobre él a intervalos durante los cuales no cesó de observar a la temerosa doncella. Bien - terminó por decir - dando por acabada la conversación, mañana que te acompañe Luisa. Marie, conocedora del efecto que producían las taxativas órdenes del mayordomo, no necesitó hacer ningún esfuerzo por frenar su deseo de réplica, calló simplemente, aunque se atrevió a decir - oui Monsieur, mañana a las nueve – a modo de tácita obediencia.

A las nueve horas a.m., inquieta todavía por el recuerdo de la conversación mantenida el día anterior con su mayordomo, Marie fue en busca de Luisa, una italiana hija de español y corsa, viuda de mediana edad conocedora de la nueva misión - para ella todo se convertía en una misión - En una misión que debía de cumplirse y cumplirse bien. Y guiñó a Marie uno de sus ojizarcos ojos.

Llegadas a la torre la viuda lanzó una jocosa amenaza, ! Tiembla fantasma!-gritó-. Marie sintiéndose reconfortada por el ánimo de la compañera, solo atinó a esbozar una tímida sonrisa. La capitana golpeó con la escoba la puerta cerrada con llave, como una intimidación a no se sabía a qué o a quién, mientras la puerta sin resonar por los golpes recibidos, antes de que introdujera la llave en la cerradura, se entreabrió levemente. Marie la detuvo con un rápido ademán. No entres -avanzó. Luisa la miró incrédula. Tienes miedo?-inquirió-.La puerta debería estar cerrada, respondió la compañera. Cerrada con llave terminó por decir. No temas mujer, eso es cosa de la mudanza.

Luisa, después de empujar la puerta, observó el giro de la hoja hasta descubrir todo el espacioso interior. Se asomaron ambas sin precipitación alguna, para observar lentamente de uno a otro extremo. Nada de particular, el salón aparecía vacío, inerte, reposado, y absolutamente silencioso. De pronto, ante el dorado y patinado espejo, Marie lanzó una exclamación ¡Dios mío!.Y repitió! Mon Dieu! La capitana se acercó sin perder la calma. Qué has descubierto?

¡Mira! - señaló - extendiendo el dedo índice hacia el cristal. !Temblad bastardos! se podía leer escrito en grandes caracteres perfilados en rojo.!Mi pintalabios¡ Seguramente lo perdí ayer. Lo he buscado por todas partes. exclamó la aterrada Marie.

La capitana se acercó y alargando la mano, le hizo entrega del pintalabios rojo, que momentos antes, yacía descubierto sobre la repisa del hogar. ¿Es el tuyo? –preguntó-. Seguro que es el tuyo. Si -respondió sin más.- Será culpa de los mozos de la mudanza-prosiguió Luisa- lo habrá escrito el mastodonte calvo.

Otra cosa sería el espejo vuelto de espaldas.!Venga! a limpiar. Tres horas más tarde, a pesar del desorden que allí reinaba, el salón aparecía aseado, tanto como era posible. Las domésticas estaban cansadas hasta tal punto que Marie, hizo por desplomarse sobre el gran sillón rojo. !Ay¡ -gritó de improviso- al tiempo de huir hacia la puerta. Qué pasa ahora,- la capitana-.! Me han pellizcado las nalgas! Tú estás loca… Déjate de tonterías Marie. Mira, añadió sentándose en el sillón ¡Uf! Que bien se está y ahora que lo pienso, no comprendo por qué lo han trasladado hasta este solitario rincón. Marie la observó incrédula, en tanto que la capitana, seguía con la falda ventilándose las redondas piernas! Vaya calor! Suspiró un instante…y lo caliente que está ésta pana. Se levantó al momento y, al tiempo de observar la incrédula expresión que mantenía en su rostro la otra, la incitó a limpiar el sillón.

Ausentóse Luisa con el fin de trasladar al rellano los enseres de la limpieza.! Ay! le llegó el eco de la voz afuera. Pero chica,¿ qué te pasa ?

Aquí hay alguien, gritaba de nuevo Marie. Chica tú estás majara, al personarse dentro de inmediato. Ven… No, no, se negó la joven arrastrada hasta el mueble. Ahí se sienta alguien, insistió nuevamente.

La capitana pasó la mano a redopelo, le atizó dos palmadas al sillón para comprobar si despedía polvo, y volvió a sonreír. Estás boba chica. Las únicas que se han sentado en este mamotreto desde hace siglos, somos tú y yo, claro.

¡Vámonos, vámonos Luisa¡- me encuentro fatal-.

Salieron, cerraron la puerta con la preceptiva llave, como había ordenado Monsieur Clotet, e iniciaron el descenso por la escalera. Marie todavía volvió la mirada alzada hacia arriba, esperando una visión, sin lograr ver nada. El rellano helicoidal crepitó levemente. -Vámonos mujer- ascendió la voz de Luisa desde más abajo.

El impresionante silver shadow de Monsieur Ferdinand Beliet acababa de aparecer por la puerta del jardín. Mucho antes de su llegada los moradores de la casona, tenían todo dispuesto convencidos como estaban, de que el nuevo propietario, un empresario de edad mediana fabricante de bebidas gaseosas, no tardaría en revisar las modificaciones cuya puesta a punto se habían ordenado con anterioridad.

Monsieur Clotet inició los saludos y muy respetuoso, procedió a presentar a los servidores, silenciosamente formados ante la amplia escalera que rendía niveles ante la puerta principal, enmarcada por enormes bloques de caliza milenaria, una variedad de creta blanca, cubierta en parte por restos de un antiguo cambronal. Restos no aceptados por Monsieur Beliet de forma más que explícita. Así lo entendió el mayordomo en su chispeante mirada. Tanto así que lo anotó en su memoria, dispuesto a sermonear a Charles, el jardinero, tan pronto como le fuera posible.

El recién llegado, saludó al servicio con frialdad más que aparente, aligerado por la prisa que, de siempre, suele predominar en un empresario No guts, no history, sólo este lema.

Luego de la breve y fría presentación los integrantes del servicio doméstico retornaron sin excepción a sus habituales tareas.

Monsieur Beliet, con un tono que quiso ser amable, se dirigió al mayordomo. Creo que ese resto de bardizas debería estar ya cortado, habló. Oui Monsieur, se hará de inmediato, consiguió modular el mayordomo.

A continuación y luego de un corto silencio, el mayordomo, expuso con detalle todo cuanto hacía referencia al desarrollo de la mudanza, la cual se había acordado durante la última y no lejana visita anterior del nuevo titular.

Llegados a uno de los múltiples salones de la planta baja, preguntó el nuevo propietario él por qué de la tardanza del traslado, puesto que todavía se encontraban en aquella gran cantidad de muebles, bargueños, tarimas, escabeles, librerías y alguna que otra mesa. Para dar prestancia al salón - insinuó el mayordomo - que no deseaba olvidar el problema surgido con “el salón del espejo “, misterio que confiaba en resolver con la mayor brevedad en el último piso de la grandiosa y fascinante morada, envuelta y sumida en siglos de historia.

¡Sáquelo todo¡-explotó Beliet- Los muebles nuevos llegarán esta misma semana. Oh messieur, Il nest pas possible… No me conteste eso, cortó Beliet, haga lo que digo, piense que no creo en lo imposible. No lo creo en lo más mínimo. Si no es capaz de hacerlo, dígamelo, no podemos perder más tiempo. Se hará, no lo dude, yo me ocuparé personalmente, ronzó Clotet.

Horas más tarde, confiado en la palabra de su mayordomo, Ferdinand Beliet, partió. Clotet que, desde la puerta principal, intentaba entre los árboles seguir el lento recorrido del fastuoso automóvil, parpadeó al pensar en el problema no resuelto, cuando los destellos del sol se ocultaron sobre la gris y reluciente carrocería al desaparecer tras la herrumbrosa puerta de entrada al jardín

¡Charles¡ -se derrumbó su voz sobre el césped.

Oui Monsieur, le llegó desde los jazmines, tras el lago, la lejana voz del jardinero. Un petit moment car je suis arrivé…

Charles-bramó Monsieur Clotet,- ¿no le ordené que cortara de raíz todo el bardizal ?

Oui Monsieur…pero he creído oportuno no hacerlo, no por desobedecer su orden, aclaró, más bien para evitar en lo posible la frialdad de la puerta. Así como está ahora parece más acogedora.

¡Tonterías¡ Un fabricante de gaseosas nunca entenderá esa posibilidad. Córtelo- añadió-. El dueño la desea así y basta. Todavía esperó a oír del mayordomo, el macheteo de la tijera de podar, para alejarse.

Una vez más volvió al asunto del traslado de muebles, una idea que no le abandonaba. Cabían o no cabían. Tenían que caber, como fuera...

Las doncellas trotaban por el último rellano de la amplísima escalera cuando, inopinadamente, se dieron de cara con su mayordomo.

¿ Es que las persiguen- habló- para afearles la vulgaridad de la ruidosa carrera. Tanta prisa tienen...

Oh Monsieur, exclamó Marie con su débil y temerosa voz; es increíble.

Increíble, increíble, iteró Clotet. Y siguió. Ya empiezo a sentirme cansado de oír esa exclamación. Diga usted que no lo entiende, o todavía mejor y más propio, diga que no entiende lo que es incomprensible. Arrastró una pausa para decir…si es que no puede llegar a ser racionalmente posible.

A ver, dirigiéndose a Luisa, ¿usted que opina?

No creo en fantasmas. Pero… he de admitir que sucede algo raro, si la escritura de carmín que aparece en el espejo

no logramos saber quién la ha escrito, insinuó con astucia, difícilmente descubriremos algo.

A qué clase de garabatos se está usted refiriendo.

A lo escrito en el cristal del espejo, repitió.

¿Han cerrado con llave? tal como les sugerí, insistió Clotet.

Oui Monsieur, contestaron a dúo.

Denme la llave y síganme, volvió a mandar Clotet, al tiempo de escalar de dos en dos los peldaños que conducen a las proximidades del torreón .Las doncellas llegaron casi ahogadas.

Probó de introducir el mayordomo la llave en la extraña cerradura. ¡Helas¡: la puerta seguía abierta.

Lo ve, yo no miento nunca- la voz de Marie.

Clotet, que en ese momento ya despedía chispas por los lagrimales, le soltó dos patadas a la pesada puerta la cual, lejos de abrirse con violencia, pareció que esperaba que la siguieran empujando, cosa que terminó por hacer el irascible mayordomo con manos y hombros. La puerta girando con suavidad, como empujada por un niño, se abría sin ningún tipo de dificultad, cosa que igualmente resultaba extraña. Una vez en el interior, antes de caer en la cuenta que el espejo seguía vuelto de espaldas, aquí no hay nada…escrito. Quién a tocado el espejo-vociferó- luego de reponerse de la sorpresa. Las doncellas no hablaron. Ellas contemplaban el balanceo de la cortina del lejano segundo ventanal del salón. Clotet volvió sus ojos hacia allí.!Cierren la ventana¡- sonó furiosa su voz. Las doncellas recorrieron los ocho ventanales. Estaban todos cerrados.!Imposible¡-el mayordomo de nuevo. Las féminas se encogieron de hombros.

Cuando se oyó ruido en la escalera, salieron todos rápidamente; el mastodonte calvo trajinaba una mesa escritorio y su compañero, otra algo menor.

Ayúdenme, dijo Clotet a modo de saludo. Vamos a girar el gran espejo.

Acabaremos locos, le susurraba el mastodonte al que le seguía. Lo querían de frente y ahora lo desean de espaldas. .Pero… si está de espaldas !

Se aferraron al marco. Todo lo que habían anticipado las doncellas era bien cierto, en el cristal alguien había escrito; ¡Temblad bastardos !

Deme un pintalabios Marie.-dijo Clotet- De repente, pidió al sorprendido mastodonte calvo, que escribiera lo mismo más abajo. Así lo hizo este en primer lugar. Siguió escribiendo el compañero, Marie y finalmente la capitana.

Como si se tratara de un calígrafo experto, Clotet procedió a comparar los rasgos, por ver de encontrar la mínima similitud con lo escrito, para terminar por descubrir la notable diferencia, de la grafía inicial, una escritura armónica y suelta, con el resto de los garabatos inferiores. Y a continuación, escribió sin titubeos,!temblad bastardos!

Las sombras del anochecer tapizaban las piedras de la entrada, la hierba del jardín. Arriba, después del segundo piso, no se podía ver hasta el amanecer, a menos de ayudarse con un candelabro o una palmatoria.

Sobre el verde de la pared, el pálido reflejo de las velas, proyectaba la temblorosa sombra de Luisa, la capitana, mientras ascendía por la interminable escalera, hasta alcanzar el último de los ciento ochenta y cinco escalones. Pesaba el silencio. Sólo su forzada respiración y el suave roce de sus zapatillas sonaban amortiguados.

Desde la planta baja, el silencio, seguía absoluto. Antes de atreverse a entrar en el salón de la cerrada puerta, se detuvo un instante, volvió a la escalera, y se asomó para observar si la habían seguido. La negrura y el silencio dejados tras ella, seguían mudos. Volvió a la entrada.

De repente ¿ qué hago yo aquí? ¿ Por qué me meto en estos líos ?, se preguntó. Pero, no sintiendo miedo alguno, introdujo la llave en la cerradura. Al giro de la llave un !clac! metálico colmó el negro espacio hasta el torreón.

Entró tras el rayo de luz amarillenta, un rayo tan mínimo, que se estrelló, sin verlo, contra un posapiés. Todavía el sofoco le permitió avanzar.¿ Hacia adónde? se preguntaba ahora. Siguió hacia adelante hasta el rayo proyectado por el espejo, se miró en él sintiendo el escalofrío del fantasma de su negra imagen, giró a la izquierda y avanzó derecha hasta el final del salón, sin moverse del pasillo central que dibujan los muebles. Más, antes de llegar a la cortina del fondo enfrente, un soplo de aire, le apagó la vela.

Sintió un dolor agudo, en el centro del tórax, y sin ver dónde se encontraba, sentóse a tientas sobre una superficie plana, lisa y dura, quizás una mesa. Seguía el mareo cuando, sobre los hombros, notó el roce de las manos que evitaron su caída. La palmatoria aferrada por su mano izquierda, se encendió de nuevo. Ella se volvió hacia atrás con los ojos abiertos de sorpresa. Movió la llama de un extremo a otro, como describiendo una cruz, aunque no lograra ver nada.

A la altura de su cintura, muebles y sombras, seguían refugiados en la negrura. Se le escapó un sollozo. No cesaba de temblar, lo que se advertía a pesar de la obscuridad reinante. Más tarde, desvalida pero ya repuesta, se encaró al destello que se reflejaba en el espejo gigante. Se contemplo de nuevo en él, viendo las palabras escritas por seis veces, pero tras ella, tras su imagen en negro, fluía otro reflejo. Un reflejo tan blanco como transparente.

Rozó su pié el sillón rojo, y al tiempo de cruzar por delante para buscar la puerta, creyó oír por tres veces, un aliento jocoso !ja! !ja! !ja!, de risa amortiguada. Pero aún tuvo fuerzas para cerrar con llave.

En el escalón treinta y cinco se enjugó una lágrima. En la planta baja, delante de otro espejo, se acicaló el peinado y una leve sonrisa, le confirmó que arriba, en el salón del gigantesco espejo, alguien, se... escondía.

Roberto Bores Luis

18-02-2004

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