domingo, agosto 12, 2007

EL BARQUERO Y EL BRUJO.

En una extensa jungla vivía un barquero. Se pasaba el día en el río. Lo atravesaba cargado de grandes troncos de árbol y pocas veces de ganado. Un día de fuertes lluvias, la corriente del río era tan devastadora que estuvo el a punto de zozobrar. Después de ese día su miedo a la muerte y su irreflexión ansiosa, le decidieron a cambiar de oficio. Vendió la barca, y en busca de su libertad, se adentró en un universo de ambiente desconocido y salvaje.

Cerca del recodo de uno de los afluentes del caudaloso rio dio con el brujo de una tribu, un anciano de arrugas impermeables, de mirada lejana, y de instinto domado. Este anciano no habló, se fijó en la expresión del barquero, para entender la huida de sí mismo, la precipitada fuga que le había llevado hasta su cabaña de hojas hermanadas.

El silencio fue roto por el rugido de un león, por el rey que habita la sabana, no demasiado alejada del dominio del mago. Quiero ser león, habló el barquero. ¿Quieres ser león?- instó el nigromante al iniciar la búsqueda de las hojas que habían de componer el brebaje. Al poco tiempo regresó diciendo – Bebe. Bebió el barquero del espeso y amargo caldo contenido en un cuenco de barro. Cuando las garras se perfilaron de sus manos, al tiempo que la melena le cubría el pecho y las espaldas, rugió como un león. Rugió de nuevo y se lanzó al encuentro de los leones... pero estos le rechazaron y le acosaron para echarle de su territorio.

Regresó a la casi invisible cabaña del mago. ¿Qué quieres? Quiero ser un guepardo. Luego de triturar hierbas nuevamente, bebe despacio, dijo el anciano, tendrás más velocidad. El barquero convertido ya en guepardo, volvió rápido a la caza. La familia de guepardos no le aceptó aunque tuvo la suerte de que le permitieran comer los restos de una gacela. Había olido los huesos cuando aparecieron las hienas y se quedó sin comer. Ante el fracaso, volvió al encuentro del brujo.

¿Qué quieres? Quiero ser cebra, respondió el barquero. Bebe, repitió el brujo dándole el cazo de las trituradas hierbas Salió al galope para perderse entre la gran manada que emigraba hacía el río para cruzar en busca de otros pastos. Después de beber, cruzaban alocadamente. El barquero cebra pudo ver de cerca como los taimados cocodrilos que flotaban inertes, destrozaban a sus pretendidas hermanas. Muchas de ellas cruzaron el río, pero ella, o sea él, no tuvo valor. Decepcionado y hambriento volvió al encuentro del embrujador.

¿Qué quieres? –siguió preguntando sin disimular su impaciencia, el brujo. Quiero ser cocodrilo, pidió el barquero. ¿Grande? sugirió el viejo. ¡Sí ¡ muy grande. Y de nuevo bebió del brebaje de las hierbas. Una vez convertido en un saurio enorme se encaminó lentamente hacia el río. Cuando llegó cebras y gnús ya habían cruzado. Los cocodrilos flotaban sobre la superficie del agua, como troncos abandonados, troncos de aserradero, los cuales desaparecen, al deslizarse suavemente sobre la ensangrentada corriente. Los cocodrilos le guiñaban los ojos hasta que el barquero cocodrilo entendió que no era ni mucho menos el más grande.

Volvió a la cabaña del brujo, para pedirle que le convirtiera en barquero de nuevo, pero la cabaña estaba vacía. El anciano había desaparecido.

Así suele suceder a todo aquel que sueña, con un destino fácil. Un destino circunstancial y aleatorio, sin esfuerzo, no existe. No somos lo que creemos que somos; somos todos lo que hacemos.

ROBERTO BORES Y LUIS.

8-07-2004

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