domingo, octubre 21, 2007

UNA SOGA PARA UN AVARO

El viejo propietario del espartizal, trenzaba largas sogas con su rudimentario husillo. Su joven ayudante volteaba a modo de aspa, dos brazos de caña los cuales giraban sobre una estaca vertical clavada en la tierra, en donde terminaba por enrolarse la cuerda trenzada.
El anciano, con hábil movimiento de ambos brazos, montaba los cabos uno sobre el otro, anudándolos hasta formar una larga cuerda recia y resistente. Como cada mañana, los garimpeiros, formando colas interminables, aguardaban su turno para comprar las sogas que el espartero confeccionaba.
Los buscadores de oro, cubiertos de una gruesa costra de barro adherida a lo largo de su maltrecho cuerpo, tiritaban bajo la densa niebla matutina, una bruma pegajosa y fría.
Mucho más abajo, en el fondo de la sima, sus compañeros esperaban pacientemente el descuelgue de las lianas, que habrían de izar los cubos de pesado légamo hasta la última cota, en tanto los hombres inmersos en el lodo levantaban las escaleras para emerger a la superficie. Cerca del manantial, otros hombres cubiertos de agua hasta la cintura, como estatuas de barro que se desleían sobre la superficie, filtraban el espeso limo depositado sobre los grandes y redondeados areles.
Los garimpeiros estacionados ante la cueva del espartero, anudaban las cuerdas compradas a las del día anterior, para conseguir la máxima longitud y consistencia. Pero, cada día que pasaba, el avaro espartero, aumentaba el precio de sus cuerdas.
Sobre el lodoso y resbaladizo talud de la horadada sima, una miríada de hombres semidesnudos, arrastraban su piel enmohecida, peldaño tras peldaño, en una agotadora ascensión interminable. En la Babel de barro, los más viejos, se asemejaban a estatuas de oscuro ocre .El limo, desprendido de sus cuerpos cansados, al tiempo de desdibujar su perfil, les hacía aparecer como muñecos rotos.
La enfermedad diezmaba aquel confundido ejercito en un ajetreado hormiguero en su intento por escapar del mismísimo fondo de la tierra, pero a medida que los días transcurrieron, el espartero vendía menos cuerda, lo cual no le impidió seguir aumentando el precio del metro día a día. Cada noche, escondido en la oscuridad de su cueva, lanzaba sus monedas dentro de un saco. El tintineo de las piezas, al chocar con otras monedas, le hacían sentir la complacencia de su inmensa ambición. Rico, rico, muy rico, se repetía sumido en un perverso éxtasis. Mañana, aumentaré el precio de nuevo, se repetía.
Año tras año, siguió oyendo el sugestivo tintineo de las monedas . Entretanto, los buscadores de oro, apenas ganaban para costear las sogas de esparto. Muchos de ellos, terminaron por abandonar la hoya, otros hubieron de ceder ante la enfermedad, los más empezaron a carecer de las cuerdas necesarias para realizar su agotador trabajo.
El avaro vendía menos cuerdas. Las miles de lianas que, como densa telaraña pendían sobre la sima, se reducían cada día que pasaba, hasta que, sobre la montaña, pendían al final del tiempo tres cortas y solitarias cuerdas.
En el fondo infinito, rebozado en el limo, el último garimpeiro, le pidió una larga cuerda al espartero. Ante esta demanda, el avaro, le gritó el carísimo precio de su larguísima y única cuerda. El buscador de oro, que por la larga distancia que les separaba no le oía, le hizo una señal para que se acercara más al borde de la sima. Los otros buscadores cercanos al manantial, contemplaban sorprendidos la escena del regate del precio de la larga soga.
Se aproximó el avaro, hacia delante, más hacia delante, sobre la orilla, mientas sostenía la cuerda pesadamente liada sobre su espalda. Inesperadamente, el barro cedió bajos sus pies, rebotó de lado, se escurrió por la húmeda vertiente hasta el manantial y se desplomó sobre la turbulenta hoya.
Oro para qué, dinero para qué, cuerdas para qué, pensaron los garimpeiros, mientras observaban la caída del avaro.
En una ola incontenible, el remolino le arrastró, mientras vociferaba: ¡ Una cuerda ¡ ¡ echadme una cuerda ¡ ¡ socorro ¡ ¡ ayuda ¡ ‘ una cuerda ¡ Siguió gritando...
Los garimpeiros, de pié sobre la orilla del manantial, no pudieron ayudarle; ninguno de ellos disponía de una sola cuerda.

Robertboresluís@hotmail .com
P.de A. 10-10-1994

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