domingo, octubre 28, 2007

EL INSPECTOR FLORO Y EL LORO

El Inspector Floro arrastraba una pierna. A pesar del incómodo dolor que sufría, había renunciado a tomar un solo día de asueto. La noche anterior, en una discoteca, un chulo le pinchó en la pierna, a traspiés y de mala manera. El Inspector, un tipo duro, no era la primera vez que recibía un regalo así. Y lo cierto era que hoy, llevaba siete puntos de sutura en la cara interna del muslo izquierdo.
Se lo había pedido a su Comisario – “ deme usted., alguna gestión, algo para matar el tiempo”. El comisario no lo dudó. Conocía de sobras al Inspector y tenía además, la posibilidad de satisfacer a Floro; Florito para todos sus compañeros de la Comisaría.
---Que venga García, llamó el comisario desde la puerta entreabierta de su despacho.
---¡ A sus órdenes ¡ dijo casi inmediatamente García, sin dar tiempo a que volviera a su asiento el comisario, a su incómodo sillón de madera.
---Una cosa, García, ¿ cómo lleva usted el asunto de la denuncia del robo del loro ?
---Lo tengo localizado,-respondió- Lo “afanó “ un gitano del barrio del “Tubo”, y voy a ir a por el hoy mismo.
---Bien, bien, García, bien, siguió el comisario. Tome un coche camuflado y que le acompañe Floro.
---De acuerdo, asintieron los dos inspectores. ¿ Manda usted alguna cosa más?
---Nada más muchacho, que haya mucha suerte. Le llamaba muchacho siempre por que García, a pesar de ser relativamente joven, comenzaba a sentirse algo viejo.
Después de que el herido se sentara, con todo tipo de precauciones, sobre el asiento del acompañante del conductor para evitar el tirón de la herida, García condujo el vehículo camuflado durante un buen trecho. Al enfilar el coche la calle principal y única la cual rodeaba circularmente el poblado del Tubo, los gitanillos que pululaban por los alrededores, ante le inesperada llegada de los inspectores, desaparecieron como las ratas en sus agujeros.
Sentados al sol y a la sombra, los gitanos viejos, ni se movieron. Pero, la Pepa, la hija de la Flaca, arrancó a correr con su hijo en brazos, mientras llamaba al Bolo, su marido a quien trincaba la policía cada día por la noche, y lo soltaba por la mañana.
El Bolo estaba durmiendo. A su mujer, a la Pepa, se le atragantó el trozo de chorizo, que su marido había “afanao” la noche anterior en el Mercado Central. -Cuando la Pepa entendió que el coche de la policía pasaba de largo, comenzó a cantar en un tono aflamencado - no sirve de ná, no sirve de ná,- -Por lo visto era la contraseña. Pero, el Bolo, ya había desaparecido, para perderse entre un campo de lechugas, que a ratos, a pocos ratos, cultivaba en el campo situado tras la baja tapia de su casa.
Muy cerca de la barraca del Bolo, los hijos de la Sarmiento, hinchaban de perrerías a un cachorro bastardo. Al mismo tiempo, la mujer del “Güasa” seguía amamantando a su hija de corta edad, en la mitad de la curva, sonriendo y mostrando su generosa y morena cabellera.
El coche de la policía seguía traqueteando entre los charcos de agua. Mientras avanzaba, la voz de alarma generalizada ponía en pie de guerra a todo el poblado. Detrás de las tapias ronroneaban algunos motores, propiedad de algunos gitanos de los trastos viejos allí aparcados y de otros que iniciaban la huida por la súbita presencia de los dos agentes.
El “manitas”, cruzó con su burro por delante del coche, un cuadrúpedo empeñado en mostrar sus corvejones. Otros, atrincherados en las chabolas, cerraron puertas y ventanas. Cristales y cartones cayeron con estrépito sobre el suelo, para terminar encastándose en el espeso barro. Poco más tarde, el silencio y una extraña quietud se adueñaron de todas las casas del Tubo, con la preñez desolada que se hace presente después de una pretendida batalla. El humo de las chimeneas recordaba lo que podía haber sido el testimonio de los últimos imaginados cañonazos.
Pero los policías siguieron adelante, hasta completar el amplio círculo que rodeaba el extraño paisaje. A poco, se detuvieron ante la chabola del “Santi”. Al Santi, que fue legionario en su juventud, entre otras cosas, le apodaban así por que no usaba navaja y cuando se liaba alguna gorda, soltaba unos sopapos de no te menees., de manera que si alguien tenia la ocasión o la desgracia, de recibir un toque, quedaba “santiguao” ; por esa razón le llamaban así.
Este, el Santi, hacía dos días que se había “traío” un loro pa casa. Pasó con su destartalado Renault por debajo de la jaula colgada de una fachada y así cruzando, en un segundo, la descolgó; “ pa que le de compaña al “churumbel “, --explicó - algo más tarde. El dueño del loro hablador, el cual había pagado ciento ochenta euros por el pajarraco, cursó la denuncia inmediatamente. El sobrino del Santi que le acompañó ese mismo día, observando al hombre correr tras del coche, le había gritado; ¡corre Santi ¡ ¡corre¡...Y eso mismo oyó repetir por el mismo loro ¡corre Santi!. Este, antiguo conocido de la policía, fue descubierto y localizado de inmediato.
Golpearon los funcionarios de la Ley, la puerta roñosa de la chabola, repetidamente, pero si quieres...aquello estaba más silencioso que un cementerio, obligando al agente García a insistir en su determinado intento.
---Santi, Santi - vamos hombre - abre la puerta. Se hizo el silencio, y de repente ese silencio fue roto desde dentro por la voz del loro; ¡abre la puerta Santi!-dijo-El gitano, que no tenía un pelo de tonto, se asomó tras la puerta. – A ver Santi, dijo García ¿ ha comido ya el loro ?- Si señor García,- respondió sonriendo una voz grave – l´habemos dao unas pocas de pipas-
A García, se le escapó una ruidosa carcajada. Luego, el gitano con un gesto muy digno, que intentaba minimizar la responsabilidad de su robo, descolgó la jaula de la pared. El churumbel del Santi comenzó a llorar mientras decía “titi” “titi, al señalar al loro.
Al sufrido inspector Floro, le seguía doliendo la pierna, así que, luego de una corta amonestación al gitano, regresaron a la comisaría portando el loro. Salían del poblado cuando, el “Manitas” con su burro, pegando saltos,se cruzó de nuevo con el automóvil. A García no le quedó más remedio que dar el gran frenazo de su vida, en tanto que Floro, ahogó un grito de dolor, al mismo tiempo que su compañero García, le sujetaba la pierna.
---¡ Coño ¡ García ¡ no aprietes, exclamó Floro en un intento por evitar la presión de la mano sobre su dolorida pierna. Seguidamente, envueltos en un pesado silencio, continuaron la marcha hasta detenerse en frente de la Comisaría. García, rodeó el vehículo por delante y se acercó solícito al lado del compañero para ayudar a incorporarle. Una vez, no sin dificultad, incorporado, García desde la misma puerta, tiró con fuerza de la jaula situada en el asiento posterior, la cual rebotó entre el respaldo del asiento delantero y el techo, para quedar atascada.
¡ Coño García ¡, no aprietes, le gritó el loro.

robertboresluís@hotmail.com
PdA –10-1994

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